Un estrecho angosto, una grieta que se ensancha: buques de guerra estadounidenses, el giro de Trinidad y la furia de Venezuela en el Caribe
 
						En una mañana despejada desde la Península de Paria, en Venezuela, la isla de Trinidad está tan cerca que casi se pueden contar las olas que las separan. Durante generaciones, ese tramo de mar de once kilómetros ha visto pasar pescadores, contrabandistas, técnicos petroleros y familias que comparten idioma y lazos de sangre a través del Golfo de Paria. Ahora, transporta tensión. Desde que Washington reforzó su presencia militar en el Caribe —desplegando buques y aeronaves en lo que denomina una misión antinarcóticos—, ese mismo estrecho se ha convertido en una línea de fractura que divide una de las relaciones más delicadas de la región.
Un estrecho angosto, una grieta que se ensancha
Lanchas patrulleras cortan la neblina del amanecer cerca de la costa oriental venezolana, con siluetas más nítidas y frecuentes de lo que los lugareños recuerdan. Un reportaje de EFE encontró que el aumento de patrullas estadounidenses y trinitenses ya ha perturbado los cruces tradicionales, obligando a los pequeños botes a mantenerse pegados a la costa o permanecer amarrados. Lo que Washington llama un esfuerzo antidrogas, Caracas lo califica de acto de intimidación.
Trinidad y Tobago, que se encuentra a solo once kilómetros en el punto más angosto del estrecho, ha acogido la asociación, realizando ejercicios conjuntos con la Marina y la Guardia Costera de Estados Unidos. El gobierno venezolano respondió con furia, calificando las maniobras de “provocación”. Funcionarios en Caracas sostienen que las operaciones no tratan sobre narcóticos, sino sobre una “preparación para la agresión”.
“El Estado vecino ha decidido subordinarse a los intereses de Washington”, tronó el presidente Nicolás Maduro durante una alocución televisada. El Ministerio de Relaciones Exteriores de Trinidad rechazó rápidamente la acusación. El entrenamiento, insistió, era una “cooperación antinarcóticos estándar” destinada a proteger las aguas regionales, no a amenazar a los vecinos. Pero por primera vez en años, una corta ruta marítima se ha convertido en una frontera geopolítica: una franja de agua azul donde la desconfianza corre profunda.
Gas, diplomacia y una “persona non grata”
El fuego político se propagó rápidamente al mercado energético que une a ambos países. El mismo día que Venezuela denunció los ejercicios militares, Maduro suspendió todos los acuerdos de gas con Trinidad y Tobago, calificando la medida como una defensa necesaria ante una “agresión extranjera”.
En cuestión de horas, la Asamblea Nacional de Venezuela, dominada por aliados de Maduro, declaró a la primera ministra trinitense Kamla Persad-Bissessar “persona non grata”. Los legisladores la acusaron de unirse a un “plan sistemático para atacar la soberanía y la paz del pueblo venezolano”. La censura fue simbólica, pero costosa: congeló años de progreso en proyectos conjuntos de gas que requerían que ambos gobiernos solicitaran exenciones a las sanciones estadounidenses para poder avanzar.
“Las relaciones entre Puerto España y Caracas están en uno de sus puntos más bajos”, dijo el analista Mariano de Alba a EFE. Señaló que Trinidad “ha abandonado la neutralidad que antes mantenía” en favor de un alineamiento más estrecho con Washington.
El resultado es un rápido divorcio diplomático. Trinidad y Tobago ahora profundiza su cooperación con Guyana, Granada y Surinam —vecinos con creciente potencial de gas costa afuera— y, crucialmente, coordina con Estados Unidos para asegurar que los futuros proyectos gasíferos caribeños “no beneficien significativamente” al Estado venezolano. Para una nación isleña que antes equilibraba entre gigantes, el cambio representa una recalibración audaz —algunos dirían arriesgada—.
¿Neutralidad, no más? El paralelo con Panamá y la ley
Para Caracas, el patrón resulta familiar. Los funcionarios venezolanos argumentan que los despliegues navales de EE. UU. en el Caribe son un preludio a una intervención, comparando los ejercicios con la acumulación militar que precedió a la invasión de Panamá en 1989. De Alba, sin embargo, ofrece una evaluación más fría desde el punto de vista legal. Alojando fuerzas estadounidenses por un tiempo limitado, dijo a EFE, “no se viola el derecho internacional”, ya que ocurre con el consentimiento de Trinidad y Tobago, un Estado soberano.
Aun así, la legalidad no calma la política. “Autorizar a una potencia extranjera a usar aguas nacionales como plataforma logística”, advirtió, “generará mayor tensión entre Venezuela y Trinidad y Tobago, y potencialmente en todo el Caribe.”
Durante décadas, las naciones caribeñas han sobrevivido evitando los bordes afilados —manteniendo la neutralidad como forma de defensa—. La decisión de Puerto España de alinearse tan abiertamente con Washington rompe con esa tradición. Su permanencia dependerá de cuán cuidadosamente Estados Unidos calibre su presencia, y de cuán lejos esté dispuesto Caracas a transformar la indignación en acción.
El gobierno de Maduro, hasta ahora, ha limitado sus represalias a la retórica y medidas energéticas, pero la narrativa de asedio funciona bien en casa. Convierte las maniobras extranjeras en prueba de persecución y moviliza a la base del presidente bajo la bandera de la resistencia.

EFE/Gabriela Téllez
Señales, no disparos —y el riesgo que se propaga
El despliegue estadounidense en el Caribe lleva múltiples mensajes: disuasión contra redes de narcotráfico, tranquilidad para los socios regionales y una demostración de persistencia en un hemisferio saturado de crisis. Pero las señales viajan de forma diferente sobre el mar.
En Puerto España, los buques estadounidenses representan una asociación —ayuda contra traficantes que las pequeñas armadas isleñas no pueden perseguir solas—. En Caracas, aparecen como invasión: una línea de cascos grises acercándose a las plataformas petroleras y zonas de pesca venezolanas. Y en los pueblos pesqueros que dependen de la economía informal del Golfo de Paria, EFE encontró que las consecuencias son inmediatas: más patrullas significan menos cruces, menos ventas, menos remesas.
El analista De Alba advirtió que usar a un país caribeño “como plataforma logística para intimidar a otro militarmente” puede desencadenar una cadena de repercusiones diplomáticas y económicas. En una región con larga memoria de invasiones y guerras por poder, incluso los ejercicios pueden sentirse como el primer movimiento de una partida de ajedrez que nadie quiere jugar.
El riesgo no es un tiroteo en el mar, sino una cascada lenta: discursos airados, represalias económicas, presiones migratorias y la erosión silenciosa de la confianza entre vecinos. Ya, funcionarios venezolanos han insinuado un endurecimiento del control fronterizo, y observadores de derechos humanos advierten que patrullas más estrictas podrían empujar a migrantes desesperados hacia rutas más largas y mortales.
Por ahora, el mapa parece simple, pero la política no: una fuerza estadounidense realiza maniobras con un anfitrión dispuesto. Un gobierno vecino denuncia las maniobras, suspende los lazos energéticos y endurece su retórica. El derecho internacional mantiene las acciones técnicamente limpias, pero las consecuencias lo enturbian todo.
A lo largo de los once kilómetros de agua que separan Trinidad de Venezuela, los botes aún cruzan —cada día menos, vigilados por más ojos—. El estrecho que alguna vez unió a dos economías y dos pueblos ahora se siente como una frontera entre mundos: uno anclado en la lógica de seguridad de Washington, el otro aferrado a su narrativa de soberanía. Entre ambos, los isleños y los pobladores costeros navegan el mismo mar con nueva cautela, preguntándose qué patrulla encontrarán primero.
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Como dijo De Alba a EFE: “A los pequeños Estados del Caribe no les gusta nada que huela a conflicto.” Pero el conflicto ya no necesita cañones. En estas aguas concurridas, un rumor, una maniobra o una señal malinterpretada pueden bastar para cambiar la corriente.
 
				



