AMÉRICAS

Venezuela en Vilo: Buques de Guerra, Bolsillos Vacíos y una Nación al Borde del Colapso

Lanchas artilladas patrullan la costa. Misiles se elevan en la televisión. Pero la señal más fuerte dentro de Venezuela es más pequeña y cercana: el rugido de los estómagos vacíos. Mientras Washington muestra músculo y Caracas se moviliza, el miedo a la guerra compite con el miedo a la cuenta del mercado del día siguiente.
“Sí, me preocupa” un ataque de Estados Unidos, confesó a The Washington Post un joven cocinero del estado Sucre. “Pero no podemos pensar en nada más antes de comprar comida.”
El susurro de anonimato condicional —concedido por temor— habla tan alto como sus propias palabras.

Buques en la Costa, Filas por Pan en Casa

Dos meses después del despliegue militar estadounidense más significativo frente a Sudamérica en décadas, las explosiones en el mar interrumpen las noticias. Las fuerzas de EE. UU. han estado destruyendo embarcaciones frente a las costas venezolanas; Donald Trump advirtió que “la tierra será lo siguiente”.
Caracas responde con coreografía: tropas hacia las fronteras, baterías antiaéreas erguidas, civiles llamados a “prepararse”. Sin embargo, las calles no se llenan de acaparadores. No porque reine la calma, sino porque los bolsillos están vacíos.

“Ahora mismo, nadie tiene suficiente dinero para abastecerse de nada”, explicó al Post David Smilde, sociólogo de la Universidad de Tulane y experto en Venezuela. “La gente está sufriendo económicamente.” No se puede acaparar si no se puede comprar.

Las contradicciones se multiplican. Las luces navideñas parpadean en la capital mientras las detenciones de economistas y consultores —al menos ocho en lo que va del año— reducen el campo de visión pública justo cuando la claridad es más necesaria. Entre los arrestados figura Rodrigo Cabezas, exministro de Finanzas de Hugo Chávez. La lección es brutal: en la Venezuela actual, incluso contar puede ser un crimen.


Inflación, Pobreza y la Política de las Cifras

El FMI proyecta una inflación cercana al 270 % para fin de año, con un panorama aún peor por venir. La hiperinflación es un robo lento: roba más a quienes están más lejos del dólar y del poder.
El gobierno niega el riesgo y culpa a las sanciones. Y aunque las sanciones duelen —el crédito se restringe, los inversionistas desaparecen, el comercio se traba— la herida más profunda fue autoinfligida: años de mala gestión y corrupción que vaciaron la capacidad del Estado para mantener las luces encendidas y los estantes llenos.

Una breve apertura en 2021, cuando se relajaron los controles de precios y divisas, permitió que el dólar insuflara oxígeno a la economía. Los supermercados se reabastecieron. Los concesionarios de autos volvieron a operar. Luego la ventana se cerró. El crecimiento cayó, el subempleo se extendió y el poder adquisitivo se marchitó.

Para 2024, investigadores de la Universidad Católica Andrés Bello estimaron que siete de cada diez hogares estaban en situación de pobreza. El hambre se ve en las calles: familias pidiendo almuerzo a desconocidos. El pánico financiero es más silencioso: una carrera hacia el dólar que debilita al bolívar cada hora.

“Las expectativas de la gente han hecho que la demanda de dólares en el mercado cambiario aumente”, dijo al Post un economista venezolano bajo condición de anonimato por seguridad. “Los ingresos familiares están recibiendo un golpe devastador. Cada vez se puede comprar menos.”
Las expectativas de conflicto aumentan la demanda de dólares, lo que devalúa la moneda y dispara los precios, expulsando a más personas del mercado laboral. “La recesión está sacando a la gente del trabajo”, añadió. “La pobreza está creciendo.”

Siete millones de venezolanos ya se han ido. Huyeron no solo de la persecución, sino de un salario que se encogía a mediodía, de clínicas sin medicinas, de grifos secos. Cada detonación en altamar resuena tierra adentro, en una población que vive bajo otro tipo de asedio: la escasez permanente.

Pixabay/Anderele

Teatro de Seguridad ante una Sociedad Exhausta

La supervivencia autoritaria depende de la niebla: el ruido que mantiene a los ciudadanos en vilo. Frente a los buques estadounidenses y las amenazas presidenciales, Nicolás Maduro recurre a sus palancas conocidas: tropas hacia la frontera colombiana, llamados a formar “milicias de autodefensa”, una nueva aplicación móvil para reportar “todo lo que vean y escuchen”, y una petición al Tribunal Supremo para crear un mecanismo que retire la ciudadanía a los venezolanos que promuevan una intervención extranjera.

La vicepresidenta Delcy Rodríguez insinuó que la medida apuntaba al líder opositor Leopoldo López, quien respondió desde Madrid:
“Maduro quiere quitarme la nacionalidad por decir lo que todos los venezolanos piensan y quieren: libertad”, declaró a la prensa, citado por The Washington Post.

La presión internacional lleva años acumulándose. Washington retiró su reconocimiento al gobierno en 2019; un gran jurado estadounidense acusó después a Maduro y a sus aliados de narcoterrorismo; este año, la recompensa por su captura ascendió a 50 millones de dólares.
Maduro aún conserva las herramientas: unidades militares clave, colectivos armados y las esposas de los servicios de inteligencia. Pero su tono ha cambiado. “Please, please, please… no crazy war… peace forever!” (“Por favor, por favor… nada de guerra loca… ¡paz para siempre!”), suplicó —en inglés— la semana pasada.

Dentro de los hogares, las palabras son otras: más bajas, más cansadas, más enfadadas.
“No sé qué va a pasar”, dijo una maestra caraqueña al Post, bajo anonimato. “La economía está tan mal, la situación es tan difícil, que si algo va a pasar, ojalá sea pronto. No podemos seguir viviendo así.”
Esa desesperación silenciosa refleja el costo de vivir al borde del abismo. La disuasión en el mar tiene un precio en tierra: desalienta la inversión, la contratación, la planificación —el mañana mismo.


Un Camino Más Estrecho que la Fanfarria y los Bloqueos

Nadie tiene las manos limpias. Washington se excede con sanciones y demostraciones de fuerza teatral. Caracas concentra el poder, criminaliza la pericia y monetiza la escasez. Ambos hacen pagar a los venezolanos comunes.

Si Estados Unidos cree que el mayor despliegue marítimo en décadas frenará el narcotráfico, debería mostrar sus cálculos; destruir lanchas rápidas nunca ha desmantelado redes que operan a través de puertos, bancos y políticos.
Si Caracas cree que las aplicaciones y los sistemas antiaéreos restauran la confianza, debería explicar por qué esas herramientas nunca han resuelto los apagones ni abastecido las farmacias.

Hay un camino más pequeño, pero más sensato.
Primero, separar la ayuda humanitaria de la geopolítica. Un país donde el 70 % de los hogares vive en pobreza no puede absorber más choques. Se deben establecer canales monitoreados —alimentos, medicinas, combustible para hospitales— administrados por la ONU y ONG verificadas con auditorías transparentes.
EE. UU. y Europa podrían ofrecer alivio reversible de sanciones a cambio de pasos verificables: acceso para convoyes, liberación de detenidos y garantías electorales creíbles.
Caracas debería aceptar monitoreo independiente y dejar de arrestar a quienes generan los datos necesarios para gobernar.

Segundo, devolver la disuasión a una forma reconocible. Las fuerzas de tarea son instrumentos burdos. Si el objetivo es la interdicción, se debe invertir en inteligencia financiera, vigilancia marítima y fortalecimiento de aliados, no en explosiones mediáticas que refuerzan a los duros y asustan a los mercados donde el pan ya cuesta más al anochecer.

Tercero, dejar que los venezolanos decidan su futuro. Eso requiere oxígeno: dejar de criminalizar los datos de inflación, dejar de amenazar con quitar la ciudadanía por hablar, y abrir espacio para una observación y competencia que sean reales, no rituales.
Si Maduro confía en sus mandatos, debería dar la bienvenida a la medición. Si la oposición quiere cambio, necesita una vía de salida, no solo presión.

Finalmente, escuchar las voces silenciosas: el cocinero de Sucre, la maestra de Caracas, ambos hablando con The Washington Post bajo anonimato, ambos pidiendo sobrevivir a la semana.
Cuando funcionarios estadounidenses insinúan que “la tierra será lo siguiente” y los venezolanos responden con milicias y aplicaciones, esas voces se encogen aún más. Sus necesidades son simples y radicales: precios estables, medicinas, calles seguras, una moneda predecible, una política que no haya que susurrar. Nada de eso llegará con espectáculos navales.

El arma más desestabilizadora en este enfrentamiento no es un destructor ni una batería S-300. Es la incertidumbre: la de cada día, la que vacía los ahorros, encarcela economistas y empuja familias hacia la frontera.
Si Washington quiere contener a Maduro, debe evitar movimientos que alimenten su narrativa de asedio y centrarse en fortalecer la capacidad de los venezolanos para elegir.
Si Maduro quiere contener a Washington, debe dejar de darle munición y empezar a ofrecer alivio tangible.

La alternativa es un punto muerto con costo humano: barcos destruidos en alta mar, comidas saltadas en tierra firme.
Eso no es una estrategia. Es una renuncia.

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