América Latina pone a prueba la credibilidad de Washington mientras China vuelve a trazar las reglas marítimas
Desde el mar de China Meridional hasta el Caribe, la política de poder rima. Cuando Washington exhibe unilateralmente su fuerza en América Latina, debilita el argumento jurídico que necesita para reunir aliados contra la coerción marítima de Pekín y arriesga un mundo donde es la fuerza, y no la ley, la que decide.
El espejo de la historia en aguas lejanas
A lo largo del mar de China Meridional, Pekín ha construido un imperio de arena y cemento. Ha dragado arrecifes para convertirlos en islas, pavimentado pistas de aterrizaje y extendido su alcance de radar sobre una de las rutas marítimas más transitadas del mundo. Su guardia costera escolta ahora enjambres de barcos pesqueros que actúan más como milicias, embistiendo a sus rivales y disparando cañones de agua en disputas territoriales.
Este patrón, señalan académicos, hace eco de un guion familiar. La diferencia está en las herramientas, satélites en lugar de bergantines, arrecifes artificiales en lugar de fuertes, pero la lógica es la misma: volver a dibujar los mapas mediante la presencia, no mediante tratados.
Para Washington, es un espejo inquietante. La imagen de un “lago chino” en Asia suena incómodamente similar a la Doctrina Monroe, utilizada en su momento para justificar el dominio de Estados Unidos en el Caribe. Durante los años de Obama, Estados Unidos respaldó a naciones asiáticas más pequeñas mediante la diplomacia y decisiones legales, defendiendo la libertad de navegación y argumentando que el derecho internacional debe imponerse sobre una geografía trazada a punta de fusil. La estrategia era clara: Estados Unidos no necesitaba poseer las aguas; necesitaba defender las reglas que las mantenían abiertas.
Pero una doctrina solo perdura si su autor la practica.
Gestos de cañonera y el reflejo Monroe
Esa lógica empieza a desmoronarse cuando el comportamiento de EE. UU. en su propio hemisferio se parece a aquello que condena en el extranjero. En la última década, las operaciones navales estadounidenses en el Caribe y en las costas del Pacífico de América Latina, presentadas como misiones antidrogas, se han vuelto más contundentes. Se hunden pequeñas embarcaciones, se anuncian operaciones sin consulta regional y el aire se llena de una retórica incendiaria sobre “guerras” contra los traficantes.
Para muchos en la región, se siente como déjà vu. La imagen es imposible de pasar por alto: una superpotencia actuando unilateralmente en las aguas de países pequeños mientras predica contención a China.
El problema va más allá de la percepción. Cuando funcionarios estadounidenses hablan de matar traficantes “sin misericordia” o de exhibir poder militar sin supervisión del Congreso, minan el propio orden jurídico que dicen defender en Asia.
La brecha de credibilidad se amplía con cada inconsistencia. Pekín se aferra gustosamente a ellas. Los medios estatales chinos citan rutinariamente las intervenciones de Estados Unidos en América Latina como prueba de que el discurso de Washington sobre la ley es “una máscara de hegemonía”. El mensaje cala en audiencias que recuerdan golpes de Estado, embargos e invasiones justificadas con lemas altisonantes. Cuanto más juega Estados Unidos al sheriff en su propio patio trasero, más fácil le resulta a China presentarse como víctima en el suyo.

Ley, legitimidad y la geografía del poder
El poder, como les gusta decir a los estrategas, es hijo de la geografía. La ventaja militar de China crece cuanto más cerca se mantiene de casa, mientras que la de Estados Unidos se reduce con la distancia. Por eso Washington ha dependido durante mucho tiempo de la legitimidad para extender su alcance. Las coaliciones se forman no porque los aliados teman la fuerza estadounidense, sino porque confían en la contención estadounidense.
Sin embargo, la legitimidad es frágil. Exige coherencia entre lo que una nación predica y lo que practica. Cuando buques de guerra estadounidenses destruyen pequeñas embarcaciones sin nombre en el Caribe por orden ejecutiva, o cuando las sanciones e intervenciones pasan por alto a la Organización de Estados Americanos, el mensaje que se envía al sudeste asiático no es de principios; es de privilegio.
Para los Estados más pequeños que se enfrentan a China, Filipinas, Vietnam y Malasia, esa inconsistencia duele. Se arriesgan a la confrontación precisamente porque creen que la ley todavía ofrece protección.
El derecho internacional no es teatro; es un seguro. Mantiene predecible el comercio global, estables los mercados y seguras las rutas marítimas. Pero, como cualquier seguro, solo funciona si todas las partes siguen pagando las primas. Cuando Washington omite sus propios pagos, elude el debido proceso y rehúye la transparencia, renuncia al dividendo moral que durante tanto tiempo lo ha convertido en el socio preferido del mundo.
Una doctrina mejor para un siglo abarrotado
¿Cómo sería una fuerza basada en principios al sur del río Grande? Comenzaría con transparencia. Si Estados Unidos debe actuar en el mar, debería hacerlo bajo reglas públicas, pruebas compartidas, autorización regional y límites visibles.
También significaría desvincular la seguridad del espectáculo. La tentación de convertir las misiones antidrogas en teatro político es poderosa, especialmente en años electorales. Pero la región recuerda cómo cruzadas similares, contra el comunismo, las drogas o el terrorismo, sirvieron una vez para justificar golpes de Estado y ocupaciones. Una legalidad silenciosa perdurará más que las hazañas ruidosas.
Por último, Washington debe reapropiarse del lenguaje del derecho como estrategia y no como sermón. En Asia, eso implica seguir apoyando a los países más pequeños que recurren a los tribunales y a las alianzas para resistir la coerción. En América Latina, significa demostrar que la misma disciplina se aplica en casa: sin exenciones especiales, sin doctrinas unilaterales disfrazadas de asociaciones.
La paradoja del poder es que la contención suele mostrar más fuerza que la agresión. Cada operación transparente, cada patrulla en cooperación, cada consulta que retrasa una decisión pero gana confianza se convierte en un ladrillo del muro de legitimidad que Pekín no puede igualar.
Si América Latina se convierte en el escenario donde Estados Unidos demuestra que puede seguir las mismas reglas que exige a los demás, el Caribe reforzará, y no debilitará, su posición en el Pacífico. Pero si Washington trata a sus vecinos como socios de segunda categoría, descubrirá que cada destructor que envía hacia el este compra menos disuasión y que cada apelación a la ley suena más a súplica.
El poder se desvanece. La credibilidad se multiplica. En una era en la que China es más grande, más rápida y más cercana a los mares que codicia, Estados Unidos no puede permitirse desperdiciar el único recurso que solo él puede crear: el hábito de actuar como si la ley también obligara a los fuertes.
América Latina no es una distracción de esa prueba; es el primer examen.
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