Colombia aprende por las malas cuánto cuesta realmente una seguridad perezosa

Dos explosiones en un solo día —un coche bomba en Cali y un ataque con dron que derribó un helicóptero de la policía cerca de Medellín— no fueron una sorpresa. Fueron el precio predecible de la complacencia, que expone cómo la inercia y la negación envalentonan a los grupos armados de Colombia.
La complacencia se enfrenta a un enemigo que se adapta
Al menos dieciocho muertos y decenas de heridos deberían cerrar cualquier discusión sobre si el modelo actual de seguridad en Colombia es sostenible.
En Cali, un coche bomba explotó al lado de una calle concurrida frente a la Escuela Militar de Aviación Marco Fidel Suárez. La explosión destrozó viviendas y mató a transeúntes. Horas antes, cerca de Amalfi, un helicóptero de la policía en misión de erradicación de coca fue derribado por un dron, causando la muerte de doce agentes.
Las autoridades culpan a facciones disidentes de las FARC: la red de Iván Mordisco en el suroeste y el bloque EMC en el norte. Ni la tecnología ni la coreografía son nuevas: Colombia registró más de 115 ataques con drones en 2024, la mayoría perpetrados por grupos ilegales. Lo que sí es nuevo es cuán normalizada se ha vuelto la postura reactiva del Estado.
La rutina es agotadora: esperar la explosión, convocar un consejo de seguridad, dar una rueda de prensa y prometer que el Estado no cederá al terrorismo. Mientras tanto, los atacantes iteran. Los coches bomba acaparan titulares. Los cuadricópteros armados reescriben silenciosamente el mapa táctico, convirtiendo equipos de erradicación y aeronaves de patrulla en presas fáciles. El mensaje de los grupos armados es implacable: te golpearemos donde eres más débil. La respuesta del gobierno hasta ahora ha sido lugares comunes y medidas parciales.
Cuando la paz se convierte en una pausa para el Estado
Todos coinciden en que la paz es deseable. Pero la paz no es una política: es el resultado de apalancamiento, claridad y aplicación.
La postura relajada del gobierno frente al narcotráfico —oscilando entre señales permisivas a los cultivadores de coca, pausas selectivas en operaciones ofensivas y experimentos de cese al fuego confusos— ha creado un vacío que los empresarios violentos saben cómo llenar.
Los funcionarios dicen que los autores del coche bomba en Cali estaban “reaccionando desesperadamente” a la pérdida de rutas. La verdad más dura es que a los grupos disidentes se les permitió fragmentarse, rearmarse y gravar cada etapa del comercio de cocaína mientras Bogotá discutía consigo misma sobre calendarios de fumigación y sustitución. En el norte, la caída del helicóptero fue menos sorpresa que inevitabilidad: vuelos de erradicación sin protección contra drones en un país donde los drones llevan siendo una amenaza tres años.
Si Colombia habla en serio sobre erradicación, las misiones deben blindarse. Si se quiere transformar los medios de vida, el Estado debe entregar carreteras, compradores, crédito y jueces—antes, no después de que los hombres armados se retiren. En cambio, la política se volvió un modelo basado en la fe: desescalación sin verificación, negociación sin apalancamiento, promesas sociales que llegaban tarde o nunca. El resultado es lo que hoy sufren los colombianos: una guerra de todas partes y de ninguna, librada por actores que perciben la vacilación y la llenan de metralla.
Planificación estratégica reducida a micrófonos
Tras la explosión en Cali, el alcalde declaró la ley marcial, prohibió la circulación de camiones pesados y ofreció una recompensa. Después de que el helicóptero fuera derribado, el gobierno convocó un consejo de seguridad para “definir medidas adicionales de protección”. Estos son reflejos, no estrategia.
La estrategia plantea preguntas más duras. ¿Dónde están las brechas de inteligencia sobre redes disidentes que claramente se han reconstituido? ¿Por qué los helicópteros vuelan rutas de erradicación predecibles sin defensas contra drones en capas? ¿Qué corredores fluviales, pasos montañosos y puntos costeros permanecen abiertos porque la coordinación interinstitucional es esporádica y los fiscales carecen de recursos?
Incluso la retórica del Ministerio de Defensa —tachando a los disidentes de “cobardes” y reciclando frases hechas sobre narco-carteles— suena como un sustituto del trabajo sostenido de diseño de campañas: comandos conjuntos con cronogramas, incentivos alineados para gobernadores, presupuestos que correspondan con las ambiciones. Los colombianos no piden poesía; piden un gobierno que lea la curva de aprendizaje del adversario y se mueva tres pasos adelante.

EFE@Ernesto Guzmán Jr
Una corrección de rumbo a la altura de los riesgos
¿Qué significaría tomarse esto en serio? Primero, un reinicio que distinga entre actores armados que se desarman y los que se niegan. Reintegración para los primeros, disrupción implacable para los segundos.
Significaría reestablecer el monopolio de la fuerza del Estado en corredores rurales con una mezcla de presencia permanente —escuelas, clínicas, jueces, agrónomos, policía— y disuasión moderna: escudos antidrones en aeronaves, inhibidores alrededor de equipos de erradicación, sensores en accesos clave, unidades de reacción rápida que realmente lleguen en minutos.
Significaría una ofensiva contra las finanzas del narcotráfico: atacar a proveedores de químicos, lavadores de dinero, empresas fachada y contratos municipales corruptos. Extradiciones y decomisos deberían volver dolorosa la rotación de liderazgo, no rutinaria. La política social dejaría de improvisar y empezaría a garantizar: programas de sustitución de coca prefinanciados y vinculados a mercados para que las familias no regresen a la coca por hambre.
Por encima de todo, la planificación estratégica debe volver al centro. Los consejos de seguridad no deberían inventar planes después de los funerales; deberían probar planes existentes contra la realidad. Eso es lo que significa gobernar.
Colombia no está condenada a ir a la deriva de indignación en indignación. El país ha superado tormentas peores con menos tecnología combinando paciencia con propósito. La ola de coches bomba y drones no es destino; es retroalimentación. Y el precio de ignorarla no se mide en comunicados, sino en cuerpos: transeúntes destrozados en una calle de Cali, doce agentes que nunca regresaron de patrulla, civiles que ahora miran al cielo buscando amenazas en lugar de oportunidades.
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Los atacantes ya eligieron sus blancos. La pregunta es si esta administración elegirá, por fin, una estrategia.