Colombia atrapada entre ofensivas rebeldes y una política capitalina polarizada

Los cráteres de coches bomba y los casquillos de francotirador vuelven a sembrar el suroeste de Colombia, un lúgubre coro que esta semana dejó siete muertos y obligó a miles a refugiarse en sus casas. Las explosiones desgarran el discurso de la “paz total” y exponen lo frágil que sigue siendo la calma precariamente remendada del país.
La frágil mañana del Cauca se rompe bajo fuego
La primera luz en los cañaduzales de Jamundí suele oler a caña y tierra húmeda. El lunes, olía a humo. Diez explosiones coordinadas sacudieron cinco municipios del Cauca y del Valle del Cauca, mientras un francotirador en El Bordo abatía a dos soldados apostados en un retén. Padres escondieron a sus hijos bajo los pupitres; los conductores de buses abandonaron las rutas y condujeron sus vehículos vacíos de regreso hacia Cali. Un caficultor contó a EFE que se lanzó a una acequia cuando escuchó silbar las balas por encima —“No hacía eso desde los años duros”, dijo, con la voz temblorosa.
Las autoridades creen que los ataques responden a una reciente incursión del Ejército en las montañas que el comandante disidente Iván “Mordisco” Vera llama su “centro neurológico”. Quien controle esas lomas domina la única arteria pavimentada que conecta los Andes con el puerto pacífico de Buenaventura, salida clave de cocaína, madera ilegal y oro de contrabando. Desde hace tres décadas, esa carretera ha cambiado de manos como un testigo maldito; las explosiones del lunes recordaron a todos que ningún retén allí es permanente, y ninguna patrulla es invulnerable.
Iván Mordisco y la hidra de la guerra fragmentada
Cuando la mayoría de los combatientes de las FARC entregaron sus fusiles tras el acuerdo de paz de 2016, Mordisco se marchó silbando. Su autodenominado Estado Mayor Central ahora cobra “impuestos” sobre cultivos de coca, dragas de oro y puestos de comida al borde de las carreteras en cuatro departamentos. Bogotá ofreció treguas, luego una recompensa de un millón de dólares por información, pero cada oferta regresó envuelta en nuevas emboscadas. No está solo. El ELN, aún envuelto en su bandera marxista de los años 60, vuela oleoductos más al norte, mientras el Clan del Golfo cobra “vacunas” a ganaderos en Antioquia. Las líneas entre guerrillero y mafioso se han difuminado hasta convertirse en puro negocio: se elimina una facción y otra toma las ganancias.
Analistas de seguridad lo comparan con matar a una hidra: se corta una cabeza y brotan dos. Cada operación militar en el Cauca abre un vacío que los rivales llenan antes de que el polvo se asiente. A menudo, sobornando a los mismos pobladores, mientras el Estado llega demasiado tarde con carreteras o clínicas. El resultado es un mapa de Colombia donde los grandes bloques verdes de los afiches escolares siguen en blanco en los registros del gobierno: zonas que todos saben que, por ahora, pertenecen a hombres con radios y fusiles AK-47.

Un disparo en la capital revive los años noventa
Cientos de kilómetros al norte, Bogotá sintió cómo la violencia de frontera se filtraba hasta su corazón. El senador Miguel Uribe Turbay estrechaba manos en un mitin el fin de semana cuando sonó un disparo a sus espaldas. La bala le atravesó el hombro y el pecho; los cirujanos dicen que podría sobrevivir. La fiscalía contó a EFE que investiga vínculos entre el joven tirador y milicias urbanas que actúan como correos de los disidentes del Cauca en la ciudad. Ningún grupo se ha atribuido el atentado, pero muchos colombianos mayores reprodujeron de inmediato un viejo horror: Luis Carlos Galán acribillado en Soacha (1989), Bernardo Jaramillo en el aeropuerto de Bogotá (1990), Carlos Pizarro en un vuelo de Avianca semanas después.
El momento no podría ser peor. Las elecciones nacionales están a doce meses, con las reformas laborales de Petro, su política sobre la coca y la caída del peso alimentando ya batallas hiperpartidistas. Las teorías conspirativas se multiplicaron: ¿quién más está en la lista? Incluso el esquema de seguridad de Álvaro Uribe reforzó los retenes. Human Rights Watch advirtió sobre “ecos del capítulo más oscuro”, mientras los aliados de Petro acusaban a la derecha de explotar el miedo. Cualquiera que sea el motivo, una verdad volvió con fuerza: en Colombia, un solo disparo aún puede volcar la mesa política.
La paz total frente a la aritmética del miedo
El presidente Gustavo Petro llegó al poder prometiendo una “paz total”: treguas superpuestas, inversión social, una paz que atacara las raíces y no solo los síntomas del conflicto. Pero las cifras cuentan una historia más dura. El Comité Internacional de la Cruz Roja cuenta casi un millón de colombianos desplazados o atrapados por la violencia solo en los primeros cuatro meses de 2025, cuadruplicando el año anterior: los homicidios subieron un 20 %; los secuestros, más de un 30 %. El equipo de Petro sostiene que las bandas fragmentadas son más difíciles de manejar que la antigua FARC monolítica: ahora se negocia con diez caudillos, no con un solo secretariado. Sus críticos responden que las primeras treguas unilaterales solo dieron oxígeno a esos caudillos para reorganizarse.
Líderes empresariales lo llaman un ciclo vicioso: las bombas espantan a los inversores que financian justamente las escuelas y clínicas que Petro dice que frenarán la rebelión. El presidente responde que la coca crece donde prospera el abandono estatal; planea marchar con los sindicatos en Cali, con bombas o sin ellas, para demostrar que el gobierno no retrocederá. Sin embargo, el lunes, la Carretera Panamericana amaneció semivacía, los exportadores perdían dinero y los campesinos susurraban que los que mandan de noche no están en Bogotá.
Colombia ya ha estado aquí antes: se declara que la guerra retrocede y luego un ataque espectacular arranca la venda de heridas mal cerradas. Hasta que un ganadero pueda llevar leche al mercado sin pagar tres “peajes” a hombres armados, o un maestro pueda montar en moto a escuelas de selva sin temer las minas, los fantasmas de los viejos conflictos seguirán rondando los nuevos amaneceres.
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La semana termina con buses calcinados en el Cauca, un senador en cuidados intensivos y un país que vuelve a balancearse entre la esperanza y la recaída. En Colombia, el pasado nunca se va: regresa en moto, planta dinamita bajo puentes y dispara contra los micrófonos. Si la “paz total” puede romper ese ciclo es ahora una pregunta que resuena desde el mármol del Congreso hasta los cañaduzales, donde las balas aún desgarran la niebla matinal.