ANÁLISIS

El Clan del Golfo de Colombia se fortalece mientras Washington lo califica de terrorismo

Esta semana, Washington calificó al Clan del Golfo de Colombia como organización terrorista, pero el verdadero poder del grupo se mide en reglas silenciosas: quién abre un negocio, quién cruza el Tapón del Darién y quién se atreve a denunciar una extorsión en Urabá después del anochecer, sin ser visto.

Una nueva etiqueta, una vieja guerra

El martes 16 de diciembre de 2025, el Departamento de Estado de EE.UU. incluyó al Clan del Golfo en dos de las listas más duras del mundo, designándolo tanto como Organización Terrorista Extranjera como Terrorista Global Especialmente Designado. Funcionarios estadounidenses describieron al grupo como “violento y poderoso”, financiado por el tráfico de cocaína y responsable de ataques en Colombia. El objetivo es asfixiar sus finanzas y logística—congelando activos, desalentando a terceros y ampliando las sanciones para quienes apoyen conscientemente sus operaciones. Este mismo giro también conlleva una sombra de escalada: en la política estadounidense, el marco del terrorismo puede ampliar el menú de herramientas discutidas, incluso cuando no se traduce automáticamente en acción militar inmediata. AP News+1

En Colombia, esa etiqueta aterriza en un escenario donde las palabras del Estado nunca han sido la única ley. A lo largo de las rutas del Caribe que conectan puertos, ríos y corredores selváticos, el Clan del Golfo se percibe en demoras, susurros y el miedo a ser visto. La gente aprende que una carretera puede quedar en silencio de la noche a la mañana, que un pequeño negocio puede heredar una cuota de “seguridad”, que a un líder comunitario se le puede indicar cuándo hablar y cuándo desaparecer. Para las familias, la pregunta no es si el grupo encaja en una categoría estadounidense; es si mañana se permitirá el viaje a la clínica, la escuela o el mercado.

¿Qué es, entonces, el Clan del Golfo? Llamarlo “cartel” captura solo una parte de su negocio y omite su ecología política. El informe que respalda esta historia retrata una red armada híbrida que controla territorio en corredores clave, impone reglas mediante amenazas y violencia selectiva, y se expande absorbiendo o subcontratando bandas criminales. Por eso puede sentirse como un ejército en zonas rurales y como un consorcio en la sombra en las ciudades. Su durabilidad proviene de la flexibilidad y de una fría comprensión de que, en áreas donde las instituciones llegan tarde, el control se mide menos por ideología que por el cumplimiento rutinario.

Incluso su nombre ha sido un campo de batalla. Con el tiempo, la organización ha pasado por etiquetas como Héroes de Castaño, Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC), Los Urabeños, Clan Úsuga y el actual Clan del Golfo. En 2024, se rebautizó como Ejército Gaitanista de Colombia (EGC), señalando el deseo de ser tratado más como actor armado político que como empresa criminal. Invocar a Jorge Eliécer Gaitán, asesinado en 1948, toma prestado un simbolismo nacional en un país donde la memoria es moneda política. Pero la descripción del informe sobre extorsión, desplazamiento, reclutamiento y depredación territorial sugiere que el cambio de nombre es más una postura de negociación que una transformación real.

Imagen de grafiti con las siglas “AGC”, iniciales de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia, también conocidas como el Clan del Golfo. EFE/ Ricardo Maldonado Rozo

Un ejército en bloques y franquicias

Los orígenes del grupo se encuentran en uno de los finales inconclusos de Colombia. Tras las desmovilizaciones paramilitares de 2003–2006, la AUC se fracturó y, en regiones como Urabá y Córdoba, esos fragmentos se reconsolidaron, nutriéndose de bloques paramilitares como Élmer Cárdenas, Bananero y Casa Castaño. La cronología de sus líderes es una lección de supervivencia institucional: Daniel Rendón Herrera, alias Don Mario, fue capturado el 14 de abril de 2009 en Necoclí, Antioquia; Juan de Dios Úsuga David, alias Giovanni, fue abatido el 1 de enero de 2012 en Acandí, Chocó; y Dairo Antonio Úsuga David, alias Otoniel, fue capturado el 23 de octubre de 2021, nuevamente en Necoclí. El informe identifica a Jobanis Ávila Villadiego, alias Chiquito Malo, como la figura principal actual, subrayando un patrón: caen los líderes, la estructura se adapta.

Las investigaciones retratan la persistencia como algo estructural. En la cima está un Estado Mayor, debajo de él comandantes que operan a través de aproximadamente cinco bloques y unos 30–32 frentes, con indicios de un posible nuevo bloque en Magdalena Medio y partes de Antioquia y Caldas. Lo que mantiene elástica a la organización es la lógica de franquicia: en lugares donde no puede saturar con sus propios hombres, se asocia con bandas locales que operan bajo su bandera, comparten rentas y aplican disciplina mediante la amenaza de represalias. La escala es grande para los estándares colombianos. El informe cita estimaciones de 5.000–9.000 miembros en 2024, con algunas evaluaciones que indican un crecimiento de alrededor del 17% y otras sugieren una expansión de casi el 20% cada seis meses. Su presencia se mapea en cientos de municipios—un conteo cita 316, con presencia continua en 239 y nuevos enclaves en 77; otro la ubica en unos 348 municipios de 25 departamentos durante 2023–2024.

Su poder no es solo económico; también es marcial. Entre enero de 2023 y mayo de 2024, el informe cita 152 combates que involucraron a la organización, con cerca del 39% contra fuerzas de seguridad colombianas y aproximadamente la misma proporción contra el ELN. Sin embargo, la demostración más teatral sigue siendo el paro armado, el cierre forzado que vacía las calles sin tomar la alcaldía. Entre el 5 y el 10 de mayo de 2022, tras la extradición de Otoniel, el grupo impuso un paro que afectó a 47 municipios en Antioquia y alcanzó a 1.211.599 personas. En un país donde la soberanía suele negociarse día a día, estos paros funcionan como un cruel censo: una forma de medir cuánto de la vida pública puede apagarse con una sola orden.

Un soldado colombiano hace guardia en un retén militar en una zona fuertemente controlada por las Autodefensas Gaitanistas de Colombia—también conocidas como el Clan del Golfo. EFE/ Mauricio Dueñas Castañeda

El modelo de negocio del miedo

En zonas donde el Clan del Golfo es hegemónico, la violencia suele volverse más silenciosa e íntima. El informe describe un patrón en el que las masacres y desapariciones a gran escala pueden ser menos frecuentes que en épocas paramilitares anteriores, mientras que los asesinatos selectivos y las amenazas persistentes profundizan el control social. Las comunidades aprenden reglas no escritas sobre movilidad, relaciones y discurso, impuestas no solo por hombres armados sino por “puntos” incrustados en la vida civil que vigilan, reclutan y median disputas. El orden, bajo esta lógica, no es paz; es obediencia a un precio.

Donde el grupo es desafiado, los costos humanitarios se disparan. Disputas con el ELN en el sur del Chocó y con estructuras disidentes de las FARC en lugares como el sur de Bolívar y el noreste de Antioquia han provocado desplazamientos y confinamientos, incluyendo reportes de más de 50.000 personas afectadas en la región del San Juan en Chocó en agosto de 2024. La misma geografía de la violencia se escribe en nombres propios: los casos vinculados a la organización incluyen los asesinatos de Plinio José Pulgarín Villadiego en San José de Uré, Córdoba, el 18 de enero de 2018; José Isidro Cuestas Rivas en Carmen del Darién, Chocó, el 29 de marzo de 2020; Mary Cruz Petro Villalba en Ciénaga de Oro, Córdoba, el 25 de abril de 2023; Jhon Freddy Rueda Rodríguez en Sincelejo, Sucre, el 11 de mayo de 2023; y Narciso Beleño en Santa Rosa del Sur, Bolívar, el 21 de abril de 2024. Estos no son solo datos; son el costo humano de la ambición territorial.

La coerción también se mueve a través de la vergüenza y la escasez. El informe cita denuncias de abuso sexual por parte de comandantes contra niñas, seguidas de presiones a las comunidades para retractarse, y documenta reclutamiento dirigido a adolescentes donde el trabajo digno es escaso. Un testimonio describe el reclutamiento a los 17 años con una oferta de 1.200.000 pesos colombianos—dinero que puede sonar a salvación cuando la economía formal llega solo como rumor. El alcance de la organización se extiende al corredor humanitario del Tapón del Darién, donde el informe cita cerca de 2.000 migrantes cruzando por día y reporta pagos de $200–$500 por el paso. Muchos migrantes, señala, terminan varados por meses en pueblos como Necoclí y Turbo, convirtiendo la espera misma en un mercado.

El dinero es el pegamento de toda la arquitectura. Una estimación sitúa los ingresos anuales en torno a los 4.400 millones de dólares, generados por el tráfico de cocaína, la extorsión, la minería ilegal y la captura coercitiva de recursos públicos. En la economía de la cocaína, el informe describe al grupo regulando cultivos, controlando insumos químicos, gravando la cadena de suministro y custodiando rutas hacia los mercados de exportación; una estimación situó las exportaciones en unas 20 toneladas de cocaína por mes en 2021. En el oro, el poder armado está ligado a la extracción y a disputas territoriales. El informe cita una estimación según la cual en Guainía la organización podría estar vinculada a cerca del 25% de la extracción de oro, valorada en unos 17 mil millones de pesos colombianos. La diversificación aquí no es solo una táctica empresarial; es un seguro ante la próxima ofensiva estatal y el próximo titular mundial.

Eso es lo que hace que la designación estadounidense sea relevante pero no decisiva. Colombia lleva años debatiendo si la organización puede ser llevada a la “sometimiento a la justicia”, negociada hacia el desarme o enfrentada indefinidamente. Un esfuerzo anterior bajo el presidente Juan Manuel Santos incluyó 38 reuniones en 2017–2018 y produjo una ley que no satisfizo a la cúpula del grupo; después, se expandió a zonas dejadas por las FARC desmovilizadas. Bajo la Paz Total del presidente Gustavo Petro, el problema se agudizó: excluir a la mayor red armada criminal deja un vacío que puede llenar; llevarla a la mesa, implica el riesgo de legitimar un modelo de negocio armado. La nueva etiqueta de terrorismo de EE.UU. añade presión sobre financiadores y facilitadores, pero no puede sustituir el trabajo diario de un Estado que protege testigos, financia escuelas y mantiene abiertas las carreteras. Al final, el poder del Clan del Golfo se mide menos por cómo lo llama Washington que por lo que Colombia pueda ofrecer en su lugar.

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