ANÁLISIS

Golpes de EE. UU. en el Caribe: Cuando el poder confunde impunidad con autoridad

Los ataques letales de Estados Unidos contra pequeñas embarcaciones en el mar Caribe han sido celebrados en Washington como golpes decisivos contra los “narcoterroristas”. Pero juristas especializados en derecho internacional que hablaron con BBC Verify afirman que los fundamentos legales son sumamente endebles. Cuando las imágenes sustituyen a los hechos y el secreto reemplaza al escrutinio, incluso una superpotencia puede confundir impunidad con autoridad.

El derecho del mar no es un cheque en blanco

Empecemos por lo que realmente dice la ley. Aunque Estados Unidos nunca ratificó la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, sus propios asesores navales han recomendado durante décadas actuar como si lo hubiera hecho. En alta mar, los barcos están protegidos contra interferencias salvo en casos muy limitados: piratería, esclavitud, buques sin bandera o “persecución en caliente” iniciada dentro de las aguas territoriales de un Estado costero. Aun así, el énfasis recae en la aplicación de la ley, no en la guerra.

“Se puede usar la fuerza para detener una embarcación, pero por lo general deben emplearse medidas no letales”, declaró el profesor Luke Moffett, de la Universidad de Queen’s en Belfast, en una entrevista con la BBC. El uso letal de la fuerza, añadió, debe ser “razonable y necesario en defensa propia, cuando exista una amenaza inmediata de lesiones graves o pérdida de vidas”.

Bajo ese estándar, volar pequeñas embarcaciones en aguas abiertas basándose en inteligencia no revelada se parece más a la retribución que a la defensa propia. Cuando se disputan las identidades y banderas de las tripulaciones —el presidente de Colombia insistió en que una de las embarcaciones era “colombiana, con ciudadanos colombianos a bordo”, afirmación que la Casa Blanca negó—, la ley se inclina hacia la moderación, no la destrucción.

Los defensores argumentan que dudar es ceder el mar a los traficantes, que las lanchas rápidas pueden arrojar su carga o abrir fuego en segundos. Pero el derecho internacional fue redactado precisamente para momentos confusos como estos; exige pruebas, no instintos. “No han surgido hechos creíbles ni principios legales que justifiquen estos ataques”, dijo la profesora Mary Ellen O’Connell a la BBC.

La transparencia, no el secreto, mantiene la legitimidad del poder. Sin embargo, Washington se ha negado a publicar el dictamen jurídico que respalda los ataques. Los vacíos se llenan con vídeos granulados de explosiones: prueba de precisión, quizá, pero no de legalidad. La credibilidad, como un barco, necesita lastre; sin él, la política deriva hacia los escollos.

¿Defensa propia o juego semántico?

El otro argumento de la Casa Blanca se basa en la autodefensa bajo la Carta de la ONU, que permite usar la fuerza para repeler o prevenir un ataque armado. La administración Trump designó al Tren de Aragua, un sindicato criminal nacido en Venezuela, como organización terrorista extranjera, calificando sus operaciones de contrabando como “guerra irregular” contra Estados Unidos.

A partir de ahí, la lógica salta: si los miembros del cartel son terroristas, sus barcos son combatientes enemigos. “Eso lleva la definición hasta el punto de ruptura”, dijo el profesor Michael Becker a la BBC. Las etiquetas no transforman a los criminales en combatientes ni las operaciones policiales en guerras.

“Llamar terrorista a todo el mundo no los convierte en objetivos legítimos”, advirtió Moffett. La prueba clave es si realmente ha ocurrido —o es inminente— un ataque armado que justifique el uso de fuerza transfronteriza, y si la respuesta es proporcionada a la amenaza. Si EE. UU. no está en guerra con Venezuela ni con el cartel, y si era posible interceptar o abordar la embarcación, entonces los ataques con misiles no son una necesidad, sino una conveniencia.

Funcionarios del Pentágono insisten en que en el mar las amenazas de segundos comprimen el juicio. Una lancha pequeña puede embestir o disparar en un instante. “Cada caso implica indicadores clasificados de amenaza inminente”, dijo un funcionario de defensa a la BBC. Pero si los hechos permanecen siempre clasificados, la “inminencia” se convierte en un escudo para cualquier acto, por preventivo que sea.

La autodefensa está pensada como una excepción estrecha, no como un permiso en blanco. Sin escrutinio público, se convierte en una palabra mágica: abracadabra para la rendición de cuentas.

En casa: leyes elásticas y poderes en expansión

Aun si el caso internacional fuera sólido, el doméstico sigue siendo controvertido. La Constitución de EE. UU. divide el poder: el Congreso declara la guerra, el presidente la dirige. Desde el 11-S, presidentes de ambos partidos han recurrido a la Autorización para el Uso de la Fuerza Militar (AUMF) de 2001 para atacar mucho más allá del campo de batalla que la originó.

“No es evidente que carteles de droga como el Tren de Aragua estén cubiertos por la AUMF”, señaló Rumen Cholakov a la BBC, observando que calificar a los traficantes de “narcoterroristas” parece un intento de encajar nuevas guerras en autorizaciones antiguas.

La administración ha dicho en privado a legisladores que considera que EE. UU. está inmerso en un “conflicto armado no internacional” con los carteles. Esta novedad jurídica eleva a los sindicatos criminales al rango de enemigos de guerra y otorga al presidente poderes bélicos. Mientras tanto, la Ley de Poderes de Guerra exige consultar al Congreso “en toda circunstancia posible” antes de iniciar hostilidades.

El Congreso rechazó una medida que habría exigido autorización previa para nuevos ataques, pero rechazar la restricción no equivale a otorgar consentimiento. Cada vez que los presidentes estiran leyes antiguas para aplicarlas a enemigos nuevos, el papel del público en decidir quién muere se reduce a un comunicado posterior al ataque.

Los partidarios replican que el comandante en jefe debe actuar con rapidez y que el Congreso tiene amplias oportunidades de limitar el uso de la fuerza, aunque rara vez lo hace. Pero la historia muestra lo que ocurre cuando la urgencia se vuelve costumbre: los presidentes aprenden a actuar primero y explicar después. La conveniencia se convierte en precedente, y el precedente en poder.

Más allá de Washington, el mar mismo observa. El Caribe no es un campo de batalla; es un vecindario compartido, rodeado de naciones ya recelosas del alcance estadounidense. Reclamar el derecho de hundir barcos con pruebas secretas invita a otros a imitar esa lógica —contra disidentes, exiliados o rivales— en océanos de los que todos dependen.

La reacción política es visible: indignación en Bogotá y Caracas, inquietud en Bridgetown, y una sensación general de que Washington repite la lección que antes predicaba: que las normas importan más cuando atan a los poderosos.

También hay un costo práctico. Barcos destruidos significan pruebas destruidas. Juicios que podrían revelar redes de tráfico terminan antes de empezar. Cada explosión borra testimonios que podrían desmantelar los carteles que Washington dice combatir.

Existe una alternativa legal. Puede parecer menos cinematográfica, pero funciona mejor: patrullas conjuntas con socios caribeños y latinoamericanos; acuerdos claros de “persecución en caliente” que empiecen en aguas territoriales; interdicciones no letales siempre que sea posible; y, sobre todo, procesos judiciales que concluyan en tribunales, no en cráteres.

“Si el presidente está comprometido a usar todos los medios para evitar que las drogas lleguen a EE. UU., el primer medio debe ser la ley”, dijo un alto asesor de la Casa Blanca a la BBC. Pero la ley no es solo un medio: es la misión.

El senador Lindsey Graham dijo a la BBC que estos ataques muestran “un nuevo sheriff en el pueblo”. Pero el Caribe no necesita un sheriff: necesita una guardia costera que haga cumplir las mismas reglas que espera que otros obedezcan.

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En resumen, el veredicto de los expertos es tajante: el caso legal para estos ataques es más débil que la retórica que los defiende. Estados Unidos puede ser implacable contra los carteles sin abandonar el rigor. De hecho, debe serlo. Porque cuando la fuerza letal se aleja del mapa de la ley, el objetivo ya no es solo una lancha de contrabandistas: es la propia línea que separa el orden del poder arbitrario.

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