Los juegos de guerra de Venezuela y las patrullas de EE.UU. convierten al Caribe en un polvorín

Con Venezuela realizando maniobras a nivel nacional y EE.UU. concentrando buques de guerra y F-35 en aguas cercanas, los ejercicios y los ataques disputados se están volviendo rutina. Cada práctica reduce el margen de error en un mar donde una mala lectura podría desatar un conflicto.
Un simulacro nacional que difumina ensayo y preparación
En una ladera con vista a Caracas, voluntarios de la milicia se agruparon alrededor de radios mientras Venezuela activaba el Plan Independencia 200. El gobierno declaró 284 “frentes defensivos” a lo largo de costas, fronteras y pasos montañosos. Soldados entrenaron junto a civiles en lo que las autoridades llaman una “defensa integral de la nación”.
El espectáculo fue amplio. Comandantes informaban desde playas, estuarios fluviales y crestas andinas. Milicias civiles organizaron logística, reservas de alimentos y comunicaciones barriales. La coreografía fusionó formaciones militares con redes locales, enviando un mensaje disuasorio: la soberanía se defendería en todas partes, por todos.
Esta doctrina de “defensa en todas partes” se ha refinado durante la última década. Distribuye la responsabilidad entre pueblos pesqueros que vigilan accesos marítimos, aldeas fronterizas entrenadas para detectar contrabandistas y colectivos urbanos enlazados a sistemas de alerta. La idea es complicar cualquier campaña de presión externa. El riesgo es que militariza la vida diaria, convierte barrios en puestos avanzados y otorga a las milicias un papel mayor en el orden interno.
El tablero caribeño se tensa
Justo en alta mar, Estados Unidos respondió con su propio teatro de poder. Buques de guerra cargados de misiles, un submarino nuclear y un escuadrón de cazas F-35 fueron desplegados en Puerto Rico bajo la bandera de una misión antinarcóticos. Para Washington, esto es aplicación de la ley. Para Caracas, parece cerco.
Luego vino la explosión en el mar. El 2 de septiembre, EE.UU. difundió un video de un ataque que destruyó una pequeña embarcación en aguas internacionales. Funcionarios dijeron que los tripulantes pertenecían a un grupo terrorista designado vinculado al narcotráfico. Venezuela respondió que los muertos eran civiles. Sin nombres divulgados, sin contrabando mostrado y con la fuerza letal como único resultado, el incidente se convirtió en acelerante diplomático.
Caracas presentó el ataque como pretexto para la intervención y el saqueo de recursos. Washington lo calificó de interdicción legal. La realidad es que cada patrulla, contacto de radar o maniobra súbita ahora carga con un peso de sospecha. En un escenario abarrotado de fragatas, cazas y lanchas rápidas, los encuentros rutinarios comienzan a parecer preludios. Las aguas de postal del Caribe se están convirtiendo en una superficie de riesgo.
Del lenguaje a los códigos de lanzamiento
Las palabras ahora viajan con la fuerza de las armas. Los líderes venezolanos advierten de “guerra revolucionaria” si se viola la soberanía, citando ejemplos históricos de naciones pequeñas que resistieron a ejércitos mayores. Lo enmarcan como amor a la independencia más que hambre de conflicto. Aun así, la escalera de la escalada es clara: resistencia pacífica, luego dispersión armada, luego tácticas asimétricas para empantanar a un agresor.
Por su parte, funcionarios de EE.UU. insisten en la defensa colectiva y la lucha contra el crimen transnacional. Pero designar grupos como “terroristas” amplía el margen legal para el uso letal. Llamar “asesinato” a un ataque extranjero cierra canales de desescalada. Una vez que se activan estas clasificaciones, son difíciles de revertir.
Los vecinos están inquietos. Las islas caribeñas temen que el turismo sufra por titulares cercanos al conflicto. Comerciantes se preparan para inspecciones y retrasos. Pescadores de ambas orillas pierden noches de ingresos ante rumores y luces de patrulla. Dentro de Venezuela, la movilización desvía recursos escasos en un país que aún enfrenta inflación, presión migratoria e infraestructura frágil. El orgullo se mezcla con el cansancio cuando los civiles alternan entre ejercicios de milicia y turnos en el mercado.

EFE@Palacio de Miraflores
Evitar el único error que importa
El Caribe ha soportado pulseos antes, y también ha sobrevivido a distensiones. El reto ahora es evitar el error que no puede ensayarse: una mala lectura que se convierta en tiroteo.
Eso exige pasos discretos y poco vistosos: canales silenciosos para que los comandantes verifiquen incidentes antes de que los portavoces los tergiversen. Existen mecanismos independientes para revisar ataques disputados, confirmar víctimas y establecer pruebas. Se necesitan reglas de enfrentamiento más explícitas para encuentros en rutas marítimas abarrotadas, donde un blip de radar puede convertirse en una decisión precipitada. Reuniones regionales que separen la cooperación antinarcóticos de la política de regímenes, para que la aplicación necesaria no se confunda con maniobras de cambio de gobierno.
Dentro de Venezuela, el gobierno debe decidir si un ejercicio permanente se convierte en un estado de movilización permanente. Para Washington, la disyuntiva es si el Caribe será escenario de mensajes cinéticos o un corredor donde cada interdicción deba resistir escrutinio legal y repercusiones diplomáticas. El ataque disputado mostró cuán rápido se instala la niebla moral cuando falta transparencia.
En el corto plazo, se esperan más concentraciones de milicia en plazas soleadas, más cámaras en muelles y más conferencias de prensa desde ambas orillas. El largo plazo depende de recordar que la disuasión funciona mejor cuando es menos teatral, que la vigilancia no es escalada y que la diferencia entre un ejercicio y un error puede medirse en segundos.
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Por ahora, el Plan Independencia 200 ha hecho que la costa venezolana se sienta más pequeña, las rutas marítimas más abarrotadas y el aire más denso de declaraciones. Los ejercicios terminarán; los buques rotarán. Lo que queda es la tarea de asegurar que el Caribe siga siendo disputado, concurrido… y libre del error que ninguna de las partes puede permitirse.