ANÁLISIS

Ochenta años y atrincherado: el cumpleaños de búnker de Daniel Ortega y la autocracia nicaragüense que el tiempo construyó

Daniel Ortega cumplió 80 años el 11 de noviembre, y los hashtags de celebración sonaron como un ensayo de sucesión. Su largo mandato se construyó lentamente. Solo la rebelión callejera de 2018 le arrancó el camuflaje, dejando al descubierto a un gobierno preparado para gobernar mediante el miedo, no el consentimiento.

Un cumpleaños en un búnker

Cumplir ochenta años siendo jefe de Estado, según la tradición, sugiere una serenata nacional, la gira cuidadosamente escenificada por plazas y provincias, un líder bañándose en aplausos que finge no necesitar. En Nicaragua, la coreografía se vio distinta: más rígida, más tensa, más acorde con el estado de ánimo actual del régimen.

Rosario Murillo, primera dama convertida en co-presidenta por un truco constitucional, lanzó #TodosSomosDaniel, un hashtag que se sentía más como una instrucción que como una celebración. Laureano, el hijo descrito con más frecuencia como el delfín, apareció en las fotos que importan para un Estado aislado: de pie junto a emisarios chinos, tanteando el calor de Moscú, ensayando la gramática de lo que viene. Su padre se mantuvo alejado de los aviones, salvo por peregrinaciones rituales a las amistosas La Habana y Caracas. La puesta en escena lo explicaba todo: la sucesión es un proyecto familiar; el poder es un asunto doméstico.

Caminando por Managua en una noche como esa, se nota lo que no está. No hay vueltas triunfales por los 153 municipios; no hay escenas de multitudes espontáneas. La presencia pública de Ortega se ha reducido a retransmisiones cercadas y montajes de cámaras llenos de motas, la ciudad convertida en un perímetro seguro que mantiene al país fuera. Los antiguos camaradas revolucionarios, los rostros que aún se aferran a murales desteñidos por el sol, han desaparecido del círculo íntimo o han sido recategorizados como enemigos. El hombre que ha gobernado Nicaragua más tiempo que nadie en la era moderna cumplió ochenta años, aislado de la gente a la que alguna vez prometió reinventar.

Los cumpleaños invitan al inventario. Tomar a Ortega en serio, según sus propias palabras durante décadas, devoción a la soberanía, al misticismo de la revolución, a las personas con bajos ingresos, exige colocar sus promesas al lado de la máquina que lo llevó hasta este hito de la semana. No es un sistema de alternancia y de debate; es un sistema que fusiona familia, partido y Estado. Su rasgo definitorio —y el que engañó a tantos durante tanto tiempo— fue el tempo. No rompió el vidrio; lo empañó, lenta, pacientemente, hasta que casi nadie pudo ver a través de él.

Por eso importa el número redondo. Ochenta te da un marco lo suficientemente amplio para abarcar todo el arco: de la revolución plural a la dominación personalizada, de las alianzas con antiguos enemigos jurados a un régimen que ahora encarcela a excompañeros. También afila la bisagra de la historia. Durante una década, tras volver al cargo en 2007, Ortega se movió como un cerrajero cuidadoso, probando cada cerrojo y cada resorte. Solo cuando las calles rugieron en 2018 se quitó la máscara y se aferró a la porra a plena vista.

La paradoja de esta semana de cumpleaños es que se sintió a la vez como un brindis y como un elogio fúnebre. Los hashtags aplaudieron, la familia posó, pero el ambiente se parecía más a un búnker que a un salón de baile. Las autocracias parecen más estables justo antes de resquebrajarse; también piensan con más fragilidad cuando su control parece total. El octogésimo cumpleaños de Ortega destiló esa contradicción en una sola escena: un líder celebrado en público y blindado en privado, una dinastía ensayando la continuidad mientras el país mide el costo.

De la purga partidaria a la captura del Estado

Antes de llegar a las barricadas y a los gases lacrimógenos, tenemos que recordar otro tipo de lucha — la que ocurrió dentro del Frente Sandinista, mucho antes de las sirenas. La revolución que derrocó a Anastasio Somoza Debayle en 1979 construyó un Estado dirigido por una Junta de Gobierno de nueve personas. Era un Estado desordenado, marcado por la guerra y contradictorio, pero aspiraba al pluralismo. Nicaragua celebró elecciones históricas en 1984, adoptó una constitución en 1987 y, en 1990, celebró su primera elección presidencial abierta en más de medio siglo: la victoria de Violeta Barrios de Chamorro entusiasmó a los observadores extranjeros, que la leyeron como la llegada por fin de la normalidad democrática. Dentro del FSLN, se sintió como una ruptura y un ajuste de cuentas.

El huracán que se avecinaba tiene un nombre en la memoria nicaragüense: La Piñata. Durante la apresurada transición de 1990, dirigentes sandinistas privatizaron y se apropiaron de bienes del Estado en una carrera por construirse un colchón para los años fuera del poder. Una vanguardia revolucionaria adquirió escrituras y acciones. Un partido que había encarnado un proyecto social pasó a cargar con carteras de propiedades. La derrota obligó al FSLN a convertirse en un partido de oposición; también creó un poderoso incentivo para construir una economía privada paralela.

La transformación más profunda llegó después. A mediados de los noventa, renovadores como Sergio Ramírez y Dora María Téllez intentaron democratizar el partido y adaptarlo a una república liberal. Ortega y Tomás Borge tenían un plan más crudo: controlar la máquina, purgar la disidencia, reducir el coro a un solo. La ruptura de 1995 dio origen al Movimiento Renovador Sandinista y, más importante aún, dejó a Ortega con los huesos y los tendones del partido. Los congresos que antes debatían se convirtieron en sesiones para verificar y aplaudir. El liderazgo plural de nueve se volvió una imagen de museo. La primera desdemocratización no ocurrió en la Asamblea Nacional. Ocurrió en el torrente sanguíneo del FSLN.

Al otro lado del pasillo, la derecha se saboteó a sí misma. Los años de Chamorro fortalecieron instituciones pero redujeron la protección social; los noventa fueron una era de paz y austeridad. La victoria de Arnoldo Alemán en 1996 ató al Estado al clientelismo y la corrupción. Cuando el escándalo lo alcanzó, Alemán pactó con Ortega. El acuerdo, El Pacto, se presentó como una medida de gobernabilidad. En la práctica, centralizó el poder. La Corte Suprema, la Contraloría, el Consejo Supremo Electoral, y dos caudillos que se repartieron a los árbitros y reescribieron el reglamento.

Bajar el umbral para ganar una elección presidencial en primera vuelta hasta la franja de los treinta y tantos por ciento. Subir la barrera para nuevos partidos exigiendo umbrales draconianos de firmas de electores. Conceder escaños automáticos e inmunidad a presidentes salientes y a segundos lugares. Endurecer las condiciones para levantar la inmunidad. Todo ello se expresó como una modesta reforma institucional. Todo ello apuntaba a inclinar el terreno, lenta, legalmente, con una sonrisa. Las elecciones continuaron. Los observadores volaron y estampaban el sello de “en general libres”. Pero el campo adquirió una inclinación casi imperceptible que decidía los partidos antes del primer silbatazo.

Ortega volvió a perder en 2001, esta vez frente a Enrique Bolaños, y observó cómo los liberales se devoraban entre sí, con Alemán y Bolaños enfrentándose en público mientras el FSLN se hundía aún más en los tribunales y órganos electorales. Para 2006, la derecha se dividió entre Eduardo Montealegre y José Rizo; Ortega regresó a la presidencia con poco más del 38 por ciento. Parecía alternancia. Se sentía como alivio. Era un regreso diseñado por un partido ya acostumbrado a aceptar una sola voz y por un Estado cuyos guardianes habían sido discretamente sintonizados a esa frecuencia.

Cuando Ortega volvió a ceñirse la banda presidencial, no se apoderó de emisoras de radio ni cerró la prensa. No lo necesitaba. El Pacto había colocado un gobernador dentro de la maquinaria. En esa fase, su habilidad central no fue la represión; fue la paciencia. Iba a usar la ley como una lima, no como un martillo. Y como gran parte de eso parecía aburrido, pasó mayormente desapercibido. Ahí residía la genialidad, y la trampa que tendió.

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Los años del pacto: cooptación antes que represión

La primera etapa Ortega–Murillo no parecía una revolución renacida. Parecía un acuerdo con suficiente azúcar para entrar suave. El gran empresariado obtuvo previsibilidad, ganancias y una silla en la mesa del “consenso”. El gobierno mostró un rostro moderno ante los organismos multilaterales. Para las personas en situación de pobreza, algunos programas se sentían íntimos: vacas lecheras, techos de zinc y paquetes de alimentos entregados a través de intermediarios del partido que hacían que la presencia del Estado se sintiera tangible y transaccional. Dos verdades pueden vivir en la misma frase: esos programas ayudaron a personas reales, y entrenaron a los votantes para asociar la asistencia con la obediencia.

Al mismo tiempo, el espacio electoral se fue estrechando sin fanfarria. En 2008, el Consejo Supremo Electoral despojó a rivales de su personalidad jurídica y organizó contiendas municipales que mezclaron competencia genuina con fraude convenientemente selectivo. Las marchas de la oposición se toparon con contramarchas; los recursos legales recibieron encogimientos de hombros. La lección era sencilla: ¿por qué manipular las urnas el día de la elección cuando se puede manipular el terreno meses o años antes?

Dos jugadas sellaron la partida. Primero, la contorsión legal que permitió a Ortega presentarse de nuevo en 2011 pese a la prohibición constitucional de reelección. Jueces sandinistas descubrieron que el derecho a ser elegido se imponía al texto de la constitución; la prohibición se deshizo como niebla al amanecer. Segundo, una reforma constitucional de 2014 abolió los límites de mandato por completo, amplió el gobierno por decreto, ató con mayor fuerza a las fuerzas de seguridad a la presidencia y convirtió los escaños legislativos en propiedad de los partidos más que en mandatos personales. A partir de entonces, un diputado disidente no solo se arriesgaba a sanciones, sino a la desaparición.

La impronta de la familia se profundizó. En 2008, Murillo pasó de primera dama a zar de comunicaciones, concentrando en su despacho las palancas de la propaganda y, con el tiempo, adquiriendo un aire de cogobernanza. Los hijos aparecieron no como adornos, sino como operadores. El partido se fue confundiendo con el Estado y luego con el hogar. Nicaragua pasó de república a empresa familiar, y la deriva venía con una coartada verosímil: “¿Acaso no celebramos elecciones?”

La Iglesia siguió siendo un socio cauteloso durante un tiempo. El empresariado mantuvo el diálogo. Gobiernos extranjeros, aliviados de que Nicaragua no ardiera, trataron el cierre del espacio cívico como un efecto colateral desafortunado de la estabilidad. Conducir por el país en esos años permitía sentir ambas realidades: una vida más tranquila que la de los años ochenta, y un techo político que se bajaba un peldaño cada temporada.

El talento de Ortega en este periodo fue lograr que el autoritarismo se sintiera incremental, incluso razonable de manera peligrosa. No encarceló a todos sus antiguos compañeros de una sola vez. Todavía no criminalizó la disidencia con leyes de amplio espectro. Prefería la amenaza silenciosa, la auditoría fiscal, la cancelación de la personalidad jurídica, la llamada recordando a un director de canal que las licencias de transmisión se pueden revocar. Fue una desdemocratización por mil ajustes, muchos de ellos tediosos. El tedio era el punto: si la política se convierte en papeleo, la resistencia se convierte en agotamiento.

Para 2016, el edificio parecía completo. El FSLN tenía una mayoría abrumadora en la Asamblea Nacional. Los mapas municipales se veían sombreados del mismo color. La oposición parecía rota más allá de lo imaginable. El régimen híbrido, de apariencia competitiva pero de hecho no competitivo, ronroneaba. Y entonces, por pensiones y orgullo, las calles descubrieron su voz.

2018 y después: la calavera bajo la máscara

La chispa fue tecnocrática y pequeña: un cambio en la seguridad social que exigía más a los trabajadores y prometía menos a los adultos mayores. Las primeras protestas estuvieron lideradas por personas que ya habían aportado al compromiso del Estado, jubilados que se sintieron estafados. Lo que siguió se sintió como una serie de decisiones que el régimen llevaba años ensayando.

Brigadas juveniles afines al partido gobernante confrontaron a estudiantes. La policía llegó rápido y con dureza. Los videos de teléfonos celulares convirtieron los enfrentamientos en una transmisión nacional. Los estudiantes se levantaron por los pensionados. Sus padres se levantaron por ellos. Las universidades se convirtieron en fortalezas. Los barrios levantaron barricadas. Las banderas azul y blanco recuperaron la calle.

Un autócrata paciente se enfrentó al dilema que frena incluso a los hombres fuertes más cuidadosos: ceder o quebrar. Ortega y Murillo podrían haber revertido el decreto, invitado a la Iglesia a mediar y asumido un golpe a su autoridad. En cambio, declararon las protestas como un intento de golpe de Estado y enviaron hombres enmascarados con fusiles a resolver la política. Policías y paramilitares trabajaron al unísono para desmantelar barricadas, tomar campus universitarios y despejar barrios. Aparecieron francotiradores. Se multiplicaron los funerales. Palabras que habían apuntalado los años del pacto —diálogo, estabilidad, reconciliación— perdieron su fuerza en el estallido de los disparos.

Una vez que el aparato de coerción salió por completo a la luz, llegó el blindaje legal para mantenerlo ahí. En 2020, en medio de una pandemia que exigía confianza, la Asamblea Nacional aprobó una trilogía legal: una ley de ciberdelitos que criminaliza la información “falsa” o “distorsionada”; una ley de agentes extranjeros que obliga a ONG e instituciones culturales a registrarse como sospechosas si reciben fondos del exterior; y una amplia ley de “defensa de la soberanía” que convirtió categorías amplias de disidencia en traición. Estas leyes no inventaron la represión; la racionalizaron y la vistieron de procedimiento.

El ciclo electoral de 2021 completó la transición de un régimen híbrido a uno cerrado. Los partidos que podrían haber competido perdieron su personalidad jurídica. Al menos seis aspirantes presidenciales fueron detenidos antes de la votación. Íconos de la guerra de guerrillas contra Somoza, personas que habían liberado a Ortega de prisión en los años setenta, se encontraron encarcelados por el hombre al que una vez salvaron. Hugo Torres murió entre rejas. Dora María Téllez recibió una condena de ocho años antes de ser despojada de su nacionalidad. La papeleta se convirtió en liturgia con un resultado predeterminado.

La represión se extendió más allá de la política partidaria. La Universidad Centroamericana, fundada por jesuitas, fue confiscada en 2023. Las procesiones religiosas fueron restringidas o empujadas a espacios cerrados; sacerdotes y pastores evangélicos fueron encarcelados. Líderes indígenas y afrodescendientes que documentaron invasiones de tierras y violencia en la Costa Caribe descubrieron que el Estado trataba a sus comunidades como obstáculos a gestionar. El mensaje, en los tribunales y en la televisión, era que el régimen no toleraría ningún polo de autoridad independiente: ni la Iglesia, ni las universidades, ni la sociedad civil, ni siquiera el hermano del propio presidente, detenido en 2024, un recordatorio televisado para las fuerzas armadas de que la familia no está por encima de la obediencia.

Quizá el índice más crudo de la autoimagen del régimen llegó con las desnacionalizaciones. En 2023, más de doscientos disidentes y exiliados supieron que se les había revocado la ciudadanía. Con un solo acto, personas quedaron apátridas, se borraron sus registros civiles, se confiscaron propiedades, se cancelaron pensiones y se invalidaron títulos académicos. Un gobierno que trata la nacionalidad como un privilegio revocable ha cruzado una frontera en su propia cabeza. Ya no discute con ciudadanos; decide quién cuenta como persona ante la ley.

Todo esto, las leyes, los arrestos, las purgas, las confiscaciones, se remonta a la bisagra de 2018. Esa primavera no convirtió a un demócrata en dictador; obligó a un autócrata paciente a mostrar su mano. Durante más de una década, Ortega prefirió comprar silencio a aplastar la palabra, doblar instituciones antes que romper huesos. La movilización masiva volvió obsoleto ese cálculo. Los años del pacto terminaron en la primera barricada.

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¿Sigue siendo Nicaragua una república?

Y eso nos devuelve al cumpleaños. Un presidente octogenario, que gobierna abiertamente junto a su esposa y promueve a un hijo como emisario ante grandes potencias, celebra bajo el lema “Todos somos Daniel”. La verdad está más cerca de su reflejo: dondequiera que uno mire, el Estado intenta convertir a Daniel en todos nosotros. Quiere que la Iglesia suene como él, que los tribunales piensen como él, que las universidades enseñen como él, que el ejército y la policía obedezcan como él, que el registro civil bendiga y destierre como él. Eso no es una república. Es una proyección.

Los aniversarios juegan con la memoria y el tiempo. La vida de Ortega contiene heroísmo y supervivencia. También incluye el conocimiento, grabado a fuego en 1990, de que una coalición de votantes e instituciones puede mandar a un presidente a casa. Su proyecto central desde mediados de los noventa ha sido hacer imposible reconstruir esa coalición. Capturó su partido, luego a los árbitros, luego las palancas del Estado; cortejó al empresariado, manejó a la Iglesia, vistió la legalidad como una capa. Durante años, funcionó. Y luego, en los días calurosos de abril de 2018, adolescentes rasgaron el velo, y personas comunes vieron la calavera bajo la máscara.

Una opinión que vale la pena mantener mientras se desinflan los globos no es simplemente que Ortega es un dictador. Es que su dictadura es una historia sobre el tiempo. Enseñó al país a confundir lentitud con moderación. Enseñó a los de afuera a confundir elecciones con opciones reales. Enseñó a los aliados a confundir el acceso con la influencia. Cada lección fue diseñada para mantener el sistema en silencio hasta el día en que necesitara hacer ruido. Ese día llegó siete años antes de su ochenta cumpleaños. El régimen que vemos ahora, el que desnacionaliza y confisca universidades y encarcela sacerdotes, es el régimen que 2018 reveló.

Lo que viene es imposible de predecir desde fuera. Las autocracias son frágiles de maneras que las métricas no captan, y la historia de Nicaragua está llena de sorpresas. Pero un inventario sobrio en el cumpleaños de Ortega constata que el Estado que construyó depende de una lealtad que debe comprarse o imponerse constantemente, y de un pacto familiar que invita a la rivalidad y al error. La construcción cuidadosa generó su propia fragilidad: una vez que conviertes a los ciudadanos en fantasmas y a las instituciones en cámaras de eco, pierdes la autocorrección que mantiene el poder a raya. Los errores se amplifican.

Si hay una ironía a los ochenta, es esta: el enemigo más feroz de Ortega nunca fue la oposición al otro lado del pasillo; fue el recuerdo de 1990, el horror de perder ante una coalición que solo coincidía en el cambio. La lenta desdemocratización perfeccionada a partir de 2007 se construyó para impedir que ese recuerdo volviera a hacerse realidad. En 2018, el recuerdo regresó, no en las urnas sino en las calles. El régimen lo ahogó con balas y leyes. La pregunta, mientras las velas se apagan y los hashtags se desvanecen, es si el país que aprendió a marchar una vez puede aprender a contar de nuevo.

Y la respuesta no llegará de un hashtag ni de una transmisión, ni de un viaje al extranjero ni de un retrato familiar. Llegará de si las instituciones que aún recuerdan su propósito, jueces que saben para qué sirve una constitución, mandos que recuerdan a quién sirven, docentes que se niegan a borrar la verdad del temario, logran encontrarse de nuevo. Llegará de si quienes se fueron pueden hablar con quienes se quedaron sin convertir cada conversación en una prueba. Llegará del trabajo silencioso que los regímenes autoritarios no pueden vigilar con eficacia: reconstruir la confianza, semilla a semilla, en cuartos pequeños.

El búnker puede aplazar ese trabajo. No puede abolirlo. El tiempo, el instrumento favorito de Ortega, corta en ambos sentidos. Él lo usó para adormecer los sentidos del país. Puede aún convertirse en la herramienta que los despierte.

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