ANÁLISIS

Una senaduría inesperada ante el trono vacío de la izquierda en Bolivia

El que alguna vez fue el partido gobernante indestructible de Bolivia hoy está hecho trizas, y por esa grieta irrumpe un senador que jamás esperó ocupar el centro del escenario. Mientras los veteranos en disputa se van quedando atrás, el joven de 36 años Andrónico Rodríguez carga ahora con las esperanzas fragmentadas de la izquierda—y también con sus resentimientos latentes.

El heredero en las sombras se convierte en blanco de todos

Hasta este año, Andrónico Rodríguez era apenas una silueta junto a Evo Morales—callado, obediente, fácil de pasar por alto bajo la estruendosa presencia del expresidente. Presidía el Senado con una calma meticulosa, visitaba los sindicatos cocaleros que adoraban a Morales y observaba cómo el Movimiento al Socialismo (MAS) ganaba elección tras elección, sostenido solo por el nombre del líder caído. Pero el destino empujó al aprendiz hacia adelante cuando Morales chocó con el presidente Luis Arce y el partido se resquebrajó. Arce renunció a la reelección, Morales fue inhabilitado por el Tribunal Constitucional, y de pronto la maquinaria política más célebre de Bolivia parecía un motor sin sus dos pistones.

Rodríguez percibió el vacío antes que alguien más lo llenara. Una tarde salió de una sala de comisión y anunció que se postularía a la presidencia sin la habitual ronda de consultas. La declaración sonó casi accidental—una frase no planeada brotando de un hombre más conocido por sus pausas medidas. Pero el efecto fue inmediato. Los noticieros repitieron sus palabras en bucle; las radios del altiplano hervían con rumores sobre “Andrónico el joven”. Morales, tomado por sorpresa, lo tildó de traidor y sugirió que había manos extranjeras detrás del ascenso del senador. Los leales propagaron rumores: que Rodríguez cortejaba a financistas conservadores, coqueteaba con Washington y negociaba con las élites empresariales.

El senador aseguró haber conversado con “más de cien bases sociales” que pedían liderazgo renovado. Sus seguidores marcharon por Cochabamba agitando banderas verdes cosidas de un día para otro y coreando: “¡Ni Evo ni dedo—Andrónico es el pueblo!” Pero incluso cuando las multitudes crecían, abogados presentaban recursos para invalidar la plataforma disidente que lo postularía, el Movimiento Tercer Sistema. Un asesor fue acusado de vínculos con un narco brasileño; otro renunció en medio de denuncias de abuso sexual. Las cámaras se detenían en el rostro del joven candidato, buscando fisuras. Él miraba al frente, mandíbula apretada, como si cada golpe asimilado confirmara el papel que nunca pidió.

Un partido que busca su pulso

El MAS fue durante dos décadas la brújula ideológica de Bolivia—una coalición de mineros, colectivos de mujeres y campesinos de altura orbitando alrededor de una única estrella: Evo Morales. Esa hegemonía generó complacencia. Ningún lugarteniente se atrevió a forjar una marca propia; nadie igualaba el don de Morales para discursos de tres horas que mezclaban mito, agravio y humor con electricidad política en bruto. Cuando renunció en 2019 en medio del caos electoral, el partido recuperó la presidencia con Arce, pero la fractura ya era visible. En 2023, se partió. Morales denunció a Arce como usurpador; Arce retrucó llamándolo un titular viejo. La militancia de base miraba, perpleja, cómo su estrella se dividía en dos astros apagados—y ninguno ofrecía una hoja de ruta hacia 2025.

En medio de esa confusión aparece Rodríguez, sin el carisma de Morales ni las credenciales tecnocráticas de Arce, pero con una ventaja crucial: su neutralidad en la guerra civil que devastó al MAS. Nacido en Chapare y criado entre cocaleros, habla quechua con los ancianos, español con los periodistas urbanos y eslóganes tuiteros con los estudiantes impacientes que se sienten marginados del clientelismo moralesista. Es cortés donde Morales rugía, metódico donde Arce escudriña hojas de cálculo. Los críticos llaman a eso insipidez; sus aliados, oxígeno.

Aun así, “accidental” se le pega como estática. No pasó una década tejiendo estructuras nacionales. Cabalga una ola provocada por el colapso ajeno. Incluso sus seguidores más fieles admiten que el movimiento es frágil—una alianza entre sindicatos rurales que anhelan relevancia, jóvenes urbanos en busca de novedad y viejos izquierdistas alérgicos a otro duelo Morales-Arce. Unir esas facciones exige más que sonrisas serenas. Exige respuestas sobre subsidios a los combustibles, acuerdos de litio y cómo equilibrar inversiones chinas, escepticismo estadounidense y derechos indígenas sin encender ninguna mecha. Cada paso en falso alimenta la narrativa que Morales susurra tras bambalinas: Este chico no está listo.

Funambulismo sobre el abismo

Rodríguez entra cada mañana al hemiciclo del Senado bajo candelabros que alguna vez iluminaron los triunfos de Morales. Ahora parpadean sobre escaños vacíos, mientras leales boicotean sesiones y declaran la cámara “contaminada”. Afuera, los grafitis compiten por la noche—pintura azul aclamando “Andrónico futuro”, espray rojo acusándolo de traición. Escoltas de seguridad lo acompañan por pasillos donde antes caminaba solo.

Las nubes legales se acumulan. Tres pedidos de juicio político lo acusan de manipular la agenda legislativa para favorecer su campaña. Un cuarto lo señala por “usurpar el mandato revolucionario” al aliarse con el MTS en lugar de postular por el MAS. Las agendas judiciales se llenan de audiencias que podrían congelar su candidatura semanas antes del plazo de inscripción. Sin embargo, el ritmo del senador no cede: entrevistas radiales al amanecer en El Alto, reuniones con cooperativas de quinua al mediodía y transmisiones en vivo al anochecer respondiendo preguntas sobre corrupción. Los espectadores le envían emojis de corazones y cuchillos—recordatorios digitales de que el electorado boliviano perdona lentamente.

Rodríguez camina por una cuerda más fina que el aire andino: si es demasiado amable con los moralesistas, parece débil; si es demasiado duro, aleja a las bases rurales que aún veneran al expresidente cocalero. Invita a Morales a compartir una fórmula de unidad—silencio. Alaba la estabilización económica de Arce. El país observa cómo un treintañero intenta malabarear antorchas encendidas lanzadas por mentores que preferirían verlo caer antes que brillar.

Los encuestadores admiten que el panorama es ilegible. Un sondeo lo muestra liderando en Cochabamba, rezagado en La Paz, casi desconocido en Santa Cruz. Otro invierte el tablero. Todos coinciden en el hastío: los votantes están cansados de guerras internas, mientras la inflación merma salarios y la sequía marchita los campos de soya. Si Rodríguez logra proyectar competencia en medio del caos, podría deslizarse por la grieta que dejó la implosión del MAS. Si no, el partido podría fragmentarse de nuevo—esta vez sin posibilidad de reparación—entregando el poder a conservadores que ven oportunidad en cada titular del MAS que comienza con la palabra “ruptura”.

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Si Andrónico Rodríguez se convierte en el próximo presidente de Bolivia o apenas en una nota al pie en su saga de disputas familiares revolucionarias dependerá de los próximos meses. Puede que los tribunales lo inhabiliten, que los escándalos se le adhieran, o que Morales lance una campaña final que reabsorba viejas lealtades. Pero por ahora, el abanderado accidental permanece donde incluso los políticos más curtidos titubean: solo ante el micrófono, con el futuro dividido de una nación colgando de su próxima frase.

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