ANÁLISIS

Vidas venezolanas en el limbo: cómo los cambios de política y los temores de guerra chocan en Estados Unidos

Cuando el Estatus de Protección Temporal (TPS, por sus siglas en inglés) expiró, el final no sonó a golpe de mazo ni a sirena: olía a café y cartón. En todo Estados Unidos, familias venezolanas empacaron cajas, cancelaron contratos de arrendamiento y se enfrentaron a una elección cruel: esconderse, irse o arriesgarse a la detención en el único hogar que conocen.

Sueños venezolanos en el exilio

Cuando llegó la fecha límite, no fue un reloj el que contó la historia: fue el olor a cinta adhesiva y cartón. En un pequeño apartamento de Miami, Carlos Rodríguez dobló su último paño de cocina y lo guardó en una caja. El aire olía a café, polvo y finales. El viernes por la mañana entregaría su perro a un vecino, pondría fin a una relación de dos años y abordaría un avión rumbo a España. “No porque quiera”, dijo en voz baja. “Sino porque me están obligando a irme, otra vez”.

Rodríguez es uno de más de 600.000 venezolanos cuya protección bajo el TPS expiró esa misma mañana, dejándolos sin autorización de trabajo ni protección frente a la deportación de la noche a la mañana. Sus palabras —y las de otros en esta historia— fueron recogidas por The Washington Post.

Durante años, el TPS había funcionado como un frágil puente entre dos realidades inestables: el caos de Venezuela y el purgatorio legal del sistema migratorio estadounidense. Su final repentino convirtió a trabajadores de larga data en personas indocumentadas, a empleadores en ejecutores a regañadientes y a familias en migrantes en tránsito una vez más.

Para la tarde del viernes, el impacto se había propagado por grupos de WhatsApp y comercios. Cafés que cerraban temprano, empleados vaciando sus casilleros, arrendadores atendiendo llamadas entre lágrimas sobre contratos rotos. “Es una ciudad de despedidas”, dijo María, una mesera venezolana en Miami que aceleró su boda y la solicitud de residencia antes de la fecha límite. “Intentamos construir algo sólido sobre arena”.

El día en que las protecciones desaparecieron

El TPS, concebido como un mecanismo temporal para países en crisis, se había convertido en un salvavidas tras el colapso de Venezuela. Muchos beneficiarios habían huido de la persecución política o del hambre; otros habían llegado bajo parole humanitario y después ajustaron su estatus. De un día para otro, la ley bajó el interruptor.

El argumento del gobierno federal —que las condiciones en Venezuela habían mejorado— choca con lo que testigos y analistas dijeron al Post: una economía aún devastada, la disidencia aplastada y la represión en expansión. Incluso mientras Washington desmantelaba el TPS, seguía advirtiendo a los estadounidenses que no viajaran a Venezuela por riesgo de “detenciones arbitrarias, tortura y disturbios civiles”.

Esa contradicción, señalaron expertos legales, es devastadoramente clara. “Es el equivalente constitucional de decirle a la gente que evacúe por un huracán y luego cerrar el puente detrás de ellos”, explicó un abogado al Post.

El pasaporte de Rodríguez había expirado dos años antes, y las oficinas consulares de Venezuela en el extranjero siguen prácticamente inactivas. “Nos están mandando de vuelta a las manos de nuestro carcelero”, dijo un periodista de 56 años cuyo caso de asilo lleva años estancado en los tribunales de inmigración. Volver, explicó, podría significar detención en El Helicoide, la prisión más infame del régimen. “No hay manera de ganar”, añadió. “Puedes quedarte y arriesgarte a la detención aquí, o regresar y arriesgarte allá”.

En Florida y Texas, la incertidumbre se convirtió en política. El Post documentó despidos en restaurantes, obras de construcción y salones de belleza. “Todo cambia de semana en semana”, dijo un trabajador de TI a las afueras de Washington D. C. “Ya no puedes mudarte de apartamento, no puedes comprar un carro, no puedes planear una boda”.

Tambores de guerra y señales contradictorias

La crisis humana se desarrolla mientras Washington envía sus propias señales de tensión militar en la región. En los últimos meses, fuerzas estadounidenses han hundido varias embarcaciones venezolanas en el marco de operaciones de “lucha contra el narcotráfico”, y un grupo de portaaviones patrulla ahora el Caribe. Un presidente dice que “duda” que haya guerra; otro lanza amenazas al otro lado del mar.

Para los migrantes venezolanos, todo esto se siente surrealista. Les dicen que su país es lo bastante seguro como para deportarlos, pero lo bastante peligroso como para justificar sanciones y despliegues navales. La contradicción no es solo retórica: determina vidas.

“Estas son personas que hicieron todo ‘por el libro’”, dijo la activista venezolana-estadounidense Adelys Ferro al Post. “Pagaron impuestos, no tienen antecedentes penales, abrieron negocios, contribuyeron a sus comunidades. Y ahora, de la noche a la mañana, se vuelven ilegales”.

Su palabra —ilegalización— suena como un diagnóstico. La ley, dijo, se ha convertido en un interruptor: se enciende, y los vecinos desaparecen.

El final del TPS también refleja el caos de la política venezolana. Tras las elecciones de julio, Nicolás Maduro se declaró ganador, aunque recuentos independientes señalaban una victoria abrumadora de su rival. El gobierno respondió con arrestos masivos. Líderes opositores desaparecieron, y soldados desertaron cruzando las fronteras. Para quienes siguen la situación de derechos humanos, la idea de “condiciones mejoradas” suena cruelmente absurda.

Dentro de Estados Unidos, sin embargo, los tribunales respaldaron la autoridad del Ejecutivo para terminar el TPS. Para los venezolanos, no se sintió como un ejercicio jurídico, sino como un golpe a medianoche. “El mensaje llegó primero en español”, contó una trabajadora social en Houston. “Luego en inglés. Y después empezó el pánico”.

EFE/Ronald Peña R

Los abogados de inmigración describen el escenario actual como un embudo que se estrecha cada día. Algunos clientes intentan cambiar a visas de estudiante; otros se casan; algunos huyen a Canadá. “La gente está ansiosa, pero también desesperada”, dijo el abogado en Florida John De La Vega. “Simplemente no pueden regresar”.

Las cifras reflejan esa desesperación. Según datos citados por el Post, hay 1,5 millones de solicitudes de asilo pendientes ante el Servicio de Ciudadanía e Inmigración, y otros 2,4 millones en los tribunales de inmigración. El TPS había funcionado como una válvula de escape. Ahora, la presión no tiene a dónde ir, salvo hacia la detención o la vida en las sombras.

Para Reinaldo De Fernández, de 24 años, el cambio se siente personal y absurdo. Amenazado en Venezuela por su activismo, llegó a Estados Unidos con parole humanitario, aprendió inglés, terminó una carrera en periodismo, ayudó a construir una escuela para niños indígenas wayuu y habló en un foro de la ONU sobre derechos humanos. “Estoy eternamente agradecido con este país”, dijo al Post. “Por eso, lo que está pasando es tan doloroso. Nos están criminalizando, aunque estamos intentando hacer las cosas bien”.

Cuando el TPS se revocó por primera vez, dejó de salir de día, por miedo a controles al azar. “Se siente como una cacería de brujas”, afirmó. “Escuchas que tocan la puerta, y el corazón se detiene”.

Incluso quienes tienen solicitudes pendientes viven ahora con miedo. “Antes, les decíamos a los clientes que una solicitud de asilo presentada los protegía de la deportación”, explicó una defensora en Nueva York. “Eso ya no está garantizado”.

Y el impacto va más allá de las personas. Los empleadores pierden personal capacitado; los niños pierden a sus padres en vuelos de deportación; los gobiernos locales pierden contribuyentes. Iglesias y grupos de ayuda mutua se apresuran a llenar los huecos que dejan los salarios desaparecidos. “Cada vez que logramos estabilizarnos, la política cambia otra vez”, dijo un pastor en Miami. “Estamos agotados de ser temporales”.

Lo que la dignidad exige ahora

En Washington, la discusión sobre el TPS se ha endurecido en torno a palabras como soberanía, disuasión y discreción ejecutiva. En medio de ese ruido se pierden los detalles cotidianos: el olor a cartón en el apartamento de Rodríguez, el café vacío en la mesa de María, las ofertas de trabajo borradas que ya no puede aceptar De Fernández.

La realidad, explicaron expertos al Post, es que el TPS se convirtió en un sustituto de el fracaso del Congreso para legislar. No se ha aprobado una reforma migratoria integral en casi cuatro décadas, lo que ha llevado a los presidentes a tapar huecos con medidas temporales. “Lo que estamos viendo ahora refleja lo precaria que ha sido la situación de muchas personas —en algunos casos durante décadas—”, señaló Kathleen Bush-Joseph, del Migration Policy Institute.

Pero un estatus temporal, renovado año tras año, genera sus propias expectativas. La gente compra casas, forma familias, echa raíces. Quitar ese estatus sin ofrecer una alternativa no es solo una decisión administrativa: es una cuestión moral.

“Lo que está ocurriendo”, dijo Ferro, “no es aplicación de la ley. Es borrado”.

El gobierno aún podría cambiar de rumbo: volver a designar TPS, acelerar las solicitudes de asilo o crear una vía hacia la residencia para quienes han vivido, trabajado y pagado impuestos en el país. El Congreso podría hacer lo que ha evitado durante treinta años: aprobar una solución permanente para quienes ya forman parte del tejido social estadounidense.

Hay también un argumento geopolítico. Estados Unidos ha invertido recursos en aislar a Maduro y apoyar la democracia en Venezuela. Obligar a cientos de miles de venezolanos integrados a exiliarse de nuevo —o a regresar al peligro— debilita esa misma estrategia. Muchos no volverán a Caracas; se irán a España, Colombia o Chile, llevándose su experiencia, sus ahorros y su gratitud a otra parte.

Y luego está la aritmética humana. El vuelo de Rodríguez sale al amanecer. Alguna vez imaginó pedirle matrimonio a su novia en ese apartamento de Miami, con un perro pequeño a sus pies y un cafecito en la estufa. En cambio, está sentado sobre una maleta, con las cajas apiladas junto a la puerta, esperando un Uber hacia el aeropuerto.

“Me voy”, le dijo al Post, por última vez antes de abordar. “Pero este fue mi hogar”.

Lo que deja atrás es más que un arriendo o un empleo. Es la afirmación silenciosa de que las vidas temporales también pueden ser vidas estadounidenses. Y mientras otro plazo burocrático se cumple, quizá solo quede en pie esta verdad: cuando la ley se olvida de la misericordia, las cajas de cartón se llenan rápidamente, pero los hogares que vacían tardan años en desaparecer.

Lea También: Las dos semanas de silencio de Chile: cuando la democracia apaga las luces

Related Articles

Botón volver arriba