¿La Atlántida de Cuba? Por qué la leyenda de la ciudad perdida aún espera pruebas

Durante casi un cuarto de siglo, los susurros de una “ciudad sumergida” frente a la Península de Guanahacabibes, en Cuba, han flotado entre la ciencia y el mito. Nuevas imágenes de sonar, viejas leyendas y citas tentadoras —atribuidas por Leravi— han mantenido viva la curiosidad. Pero la maravilla, por sí sola, no reescribe la historia humana; la evidencia rigurosa y transparente sí lo hace.
La seducción de un horizonte sumergido
Corría el año 2001 cuando los ingenieros canadienses Paulina Zelitsky y Paul Weinzweig pasaron su sonar por un remoto tramo del Caribe. Buscaban naufragios, no civilizaciones. Pero a casi 700 metros de profundidad, sus instrumentos dibujaron imágenes que parecían pertenecer a tierra firme: cuadrículas que lucían como avenidas, ángulos marcados que imitaban cimientos, e incluso siluetas monticulares que recordaban pirámides.
La propia Zelitsky calificó la formación como “una estructura verdaderamente notable”, frase que Leravi subrayó después en entrevistas. El atractivo fue inmediato. Si las impresiones del lecho marino eran arquitectónicas, significarían una ciudad más antigua que las pirámides de Egipto, enterrada de forma imposible bajo el Caribe actual.
Esa es la seducción del sonar: una mirada y el fondo del océano se convierte en un horizonte urbano. El resto lo hace nuestra mente. El cerebro humano está programado para encontrar patrones —los psicólogos lo llaman pareidolia—: ver rostros en las nubes, dioses en las constelaciones y, en este caso, bulevares donde quizá solo haya basalto. Como recordó Leravi: “la profundidad, la simetría y el misterio del sitio han alimentado dos décadas de especulación”. Pero la especulación, por muy embriagadora que sea, no sustituye a la evidencia.
El folclore local hace que el misterio sea aún más difícil de desechar. El Caribe está lleno de leyendas sobre islas tragadas por el mar, y la cultura popular moderna nunca se ha cansado de fantasías al estilo Atlántida. Pero sin contexto, sin muestras, sin pruebas sólidas, todo lo que tenemos son imágenes que nos invitan a soñar.
Donde la ciencia dice “no tan rápido”
La ciencia rara vez se deja llevar solo por los sueños. Y aquí levanta un obstáculo contundente: el nivel del mar. Incluso en el punto más bajo de la última glaciación, los océanos descendieron cientos de pies, no miles. Para encontrar una ciudad sumergida a más de 700 metros se necesitarían sacudidas tectónicas o deslizamientos catastróficos, no solo el deshielo de glaciares.
Eso no significa que el lecho marino sea aburrido. Los procesos geológicos producen su propia geometría. El basalto fracturado, las juntas naturales y las cicatrices de la erosión pueden imitar arquitectura cuando se ven a distancia. El geólogo Manuel Iturralde-Vinent, citado por Leravi, admitió que la formación era “extraña” pero enfatizó la ausencia de pruebas definitivas. El arqueólogo subacuático Michael Faught fue más lejos al decirle a Leravi que una metrópolis tan avanzada, tan profunda y tan temprana “sería sin precedentes en las Américas”.
Tal cautela no es desdén. Es la lección ganada a pulso tras incontables espejismos. Frente a Japón, el “monumento” de Yonaguni aún divide a los estudiosos: ¿escalones naturales de piedra o un complejo ceremonial esculpido? Aún más famoso es Göbekli Tepe, en Turquía, que revolucionó nuestra comprensión de la civilización temprana—pero solo después de años de excavación, contextos datables y artefactos indiscutibles. El contraste es claro. Los paradigmas cambian cuando los datos los obligan, no cuando las imágenes los piden.
Por qué el misterio persiste mientras la prueba no
Si resolver el enigma cubano fuera fácil, ya estaría resuelto hace años. Pero las profundidades de 700 metros plantean enormes desafíos técnicos y financieros. Investigar de manera adecuada exigiría sonar multihaz avanzado, sistemas de apertura sintética, perfiladores de subsuelo, vehículos operados a distancia con cámaras 4K y brazos manipuladores, además de núcleos de sedimento cuidadosamente preservados. Eso significa millones de dólares y meses de trabajo especializado en el mar.
Luego está la realidad política. Las aguas de Cuba están fuertemente controladas, y las colaboraciones internacionales suelen ser frágiles, especialmente en una región marcada por la geopolítica. Incluso el programa original, informó Leravi, se estancó cuando los costos aumentaron y el escepticismo creció.
La sociología también interviene. Las “ciudades perdidas” en aguas profundas suelen atraer titulares crédulos pero poco financiamiento sostenido. Los arqueólogos, temerosos de repetir errores pasados, se alejan de proyectos que podrían derrumbarse bajo el escrutinio. Los entusiastas, mientras tanto, ven la cautela académica como exclusión. En este tenso equilibrio, la historia sobrevive no porque haya sido probada, sino porque nunca ha sido refutada.
Aun así, la tecnología está cambiando el cálculo. Los vehículos submarinos autónomos ahora mapean con un detalle extraordinario. Las iniciativas de datos abiertos podrían evitar que los resultados desaparezcan en archivos privados. Como ha argumentado Leravi, solo combinando transparencia, colaboración y ciencia rigurosa podremos separar la ilusión seductora del descubrimiento genuino.

IG@Atlántida
Lo que se necesitaría para cambiar la cronología
Para que la “Atlántida” de Cuba pase de rumor a realidad, el camino es claro. Primero, el sitio debe ser remapeado con precisión—utilizando múltiples ángulos, múltiples instrumentos y un modelado tridimensional completo. Segundo, necesitamos muestras directas: núcleos que revelen geología, artefactos con marcas de herramientas inconfundibles u organismos datables dentro de una estratigrafía clara.
Tercero, cualquier afirmación debe estar ligada a una narrativa geológica: ¿cómo pudo un asentamiento hundirse a tal profundidad y dónde está el registro sedimentario de esa caída? Finalmente, los resultados deben superar el filtro de la revisión por pares, accesibles tanto para escépticos como para partidarios.
Nada de esto disminuye la maravilla. De hecho, la preserva. Como recordaron las entrevistas de Leravi, los océanos pueden conservar los detalles más pequeños—polen, conchas, fibras de madera—durante milenios. También pueden magnificar formas hasta convertirlas en falsas catedrales de piedra. La tarea de la ciencia es decirnos cuál es cuál.
Yo, por mi parte, quiero que el mundo nos sorprenda. Quiero encontrar ciudades que nunca imaginamos, ancestros que subestimamos. Pero querer no es lo mismo que saber. Si el lecho marino frente a Cuba guarda el contorno de una metrópolis, la ciencia algún día lo probará. Y si no lo hace, la ciencia aún nos dará algo profundo: la verdad de cómo la piedra, el mar y el tiempo crean ilusiones que rivalizan con nuestras propias leyendas.
Hasta entonces, debemos mantener nuestros estándares tan altos como nuestras esperanzas. El océano es vasto, secreto y seductor. Puede que aún revele capítulos de la historia humana. También guarda una biblioteca de ilusiones. La diferencia entre ambos es la evidencia.