DEPORTES

Argentina enfrenta el sorteo del Mundial 2026 con la última incógnita de Messi

El sorteo del Mundial 2026 ubicó a Argentina en el Grupo J junto a Argelia, Austria y Jordania, con el partido inaugural en Kansas City antes de trasladarse a Dallas. Sin embargo, el cuadro parece secundario frente a una trama llena de suspenso: ¿volverá Lionel Messi bajo el mando de Lionel Scaloni una vez más?

¿Un sexto Mundial o una salida silenciosa?

El itinerario parece una vuelta de honor, al menos en el papel. Los campeones defensores debutan ante Argelia en el Arrowhead Stadium de Kansas City el 16 de junio, y luego viajan a Dallas para sus dos últimos partidos de grupo ante Austria y los debutantes Jordania. Incluso el lenguaje sobrio de la cobertura del sorteo—hasta el calendario interactivo publicado por The Athletic—no puede ocultar el subtexto: esto parece, como se dijo originalmente, “una auténtica subestimación” de un grupo favorable. Y en Argentina, la subestimación rara vez es el punto. El país trata al fútbol como un debate público sobre identidad, dignidad y si es posible extraer orden del caos. Un sorteo generoso no reduce la presión; la concentra.

Esa presión tiene un rostro, y durante casi dos décadas ha sido el de Messi, haya pedido él ese papel o no. La incertidumbre que sobrevuela esta campaña no es táctica sino existencial. Messi no ha confirmado públicamente si jugará el próximo verano, aunque “todas las señales”, según los reportes, apuntan a un sexto Mundial para el jugador de 38 años. En un deporte que convierte los años del calendario en veredictos, ese número resuena como un tambor. Aún se le describe como “una pieza vital” del esquema de la selección, aunque el equipo ya no depende tanto de él. Esa evolución importa porque redefine cómo podría ser un acto final. Un sexto Mundial no tendría que ser un bis en solitario; podría ser el logro más silencioso de convertirse, al fin, en una voz esencial entre muchas.

Hay una ternura latinoamericana en esa posibilidad, porque la región sabe lo que significa superar la narrativa del salvador. En la política, en la economía, en la vida cotidiana de las instituciones, la tentación siempre es depositar la esperanza en una sola figura—hasta que el peso se vuelve insoportable. Messi ha vivido dentro de esa paradoja: adorado como un santo, juzgado como un presidente y obligado a entregar alegría a pedido. El pequeño detalle del texto sobre que el equipo es “menos dependiente” de él no es solo una nota futbolística; es un giro filosófico. Sugiere una estrella aprendiendo a confiar en el colectivo, y un colectivo aprendiendo a no desmoronarse si la estrella se apaga.

El técnico de Argentina y Messi antes del partido ante Uruguay.EFE-EPA FILE/ALI HAIDER

El laboratorio de Scaloni y la nueva Argentina

Ese cambio también tiene nombre: Lionel Scaloni. Desde que asumió en 2019, ha ganado dos títulos de Copa América y un Mundial, y llevará a un plantel experimentado a Norteamérica. El currículum es contundente, pero la implicancia es sutil. Los títulos por sí solos no explican por qué esta Argentina se siente más sólida que muchas de sus antecesoras; la historia está en cómo se gestiona el éxito una vez que llega. Bajo Scaloni, el equipo no se presenta como un culto a la personalidad, sino como un sistema con espacio para diferentes temperamentos—veteranos que ya han levantado trofeos y jóvenes que aún no conocen el miedo.

Esa nueva energía ya tiene nombres en los reportes: Nico Paz, Franco Mastantuono y Alejandro Garnacho, lo suficientemente jóvenes como para aportar urgencia sin heredar todas las cicatrices de las viejas decepciones mundialistas de Argentina. Su presencia importa porque le da al equipo una especie de segundo latido. Cuando un equipo depende totalmente de una leyenda, cada partido se convierte en un referéndum sobre la leyenda. Cuando el equipo crece más allá de él, la leyenda se transforma en otra cosa—un ancla, una brújula, un mito sereno que no necesita marcar todos los goles.

Y el fútbol, durante largos tramos, ha justificado la confianza. Argentina terminó primera en la tabla de clasificación de la CONMEBOL con 38 puntos en 18 partidos, una diferencia de nueve puntos sobre el segundo, Ecuador, aunque Ecuador cerró la campaña ganando 1-0. En el camino llegaron esos resultados que se convierten en charla de calle: Brasil goleado 4-1 en Buenos Aires, Chile despachado 3-0, Bolivia apabullada 6-0. No son solo resultados; son declaraciones, una selección nacional mostrando control en un país donde el control suele ser esquivo.

Pero los reportes también insisten en la verdad incómoda que mantiene honestos a los campeones. Argentina fue “humillada” por una derrota de 2-0 en casa ante Uruguay y por un 2-1 ante Colombia, recordatorios de que el talento no elimina la vulnerabilidad. El valor de esas derrotas no es el Schadenfreude; es diagnóstico. Muestran dónde puede resquebrajarse la certeza, y muestran cómo responde un campeón cuando el mundo deja de aplaudir por un minuto. El próximo verano, la historia no será solo si Argentina gana. Será cómo se comportan cuando no lo hacen—cómo gestionan la frustración, la expectativa y la resaca psicológica que sigue a la gloria.

Vasos de madera para tereré en una foto de archivo. EFE/Alberto Peña

Poder, mate y el calor de Norteamérica

Mientras el plantel se prepara, la política de la federación se agita en el fondo, porque en Argentina, el fútbol rara vez tiene el lujo de ser solo fútbol. El texto describe a Claudio Tapia, presidente de la Asociación del Fútbol Argentino, bajo escrutinio tras aprobar la creación de un trofeo de campeón de la primera división argentina, una decisión que provocó fuertes críticas que llegaron hasta la oficina del presidente Javier Milei. El detalle es revelador no por el trofeo en sí, sino porque ilustra cuán rápido una burocracia deportiva puede convertirse en tema nacional—cómo la gobernanza, el simbolismo y la legitimidad se mezclan en un país hipersensible a las instituciones que parecen improvisadas.

Tapia, de 58 años, también es retratado como inusualmente cercano a la selección mayor masculina, incluso participando en partidos amistosos cuando el grupo se reúne antes de las eliminatorias. Y luego está el ritual: antes de cada partido, publica una foto sentado junto a Messi y el mediocampista Rodrigo De Paul, tomando mate. Es una pequeña escena de camaradería, y será observada de cerca precisamente porque Argentina lee significado en las imágenes. En un país que ha aprendido a descifrar el poder a través de gestos—quién se sienta junto a quién, quién se ve relajado, quién se ve tenso—esa foto del mate se convierte en barómetro. La unidad nunca se da por sentada; se inspecciona.

El reporte traza una línea hasta el desastre de 2018, cuando los conflictos internos bajo Jorge Sampaoli ayudaron a condenar el Mundial. El contraste importa: las crisis alrededor de la selección han coincidido a menudo con malos resultados, pero este momento se presenta como “menos preocupante” que aquel colapso anterior. Aun así, la lección es clara. El mayor rival de Argentina a veces no es el equipo de enfrente, sino el ruido alrededor de la camiseta: dirigentes, controversias, la volatilidad emocional de un público futbolero que ama intensamente y duda con la misma intensidad.

Más allá del clima interno argentino, está el clima literal. Organizar el torneo en Estados Unidos, Canadá y México en pleno verano ha generado preocupación por el calor extremo, acentuada por el reciente Mundial de Clubes en EE.UU., donde las condiciones recibieron críticas. El texto incluye una cita que va directo al grano: el mediocampista del Chelsea Enzo Fernández dijo que se sintió “mareado” por el calor “muy peligroso”. Una investigación liderada por la Queen’s University Belfast encontró que en 14 de los 16 estadios las temperaturas podrían superar niveles potencialmente peligrosos durante el torneo. En la ciencia del deporte, el punto no es dramático; es práctico. Trabajos publicados en revistas como el British Journal of Sports Medicine y el International Journal of Sports Physiology and Performance han enfatizado repetidamente cómo el calor puede aumentar la exigencia fisiológica y degradar los esfuerzos repetidos de alta intensidad, convirtiendo la hora de inicio, el ritmo de viajes y los protocolos de recuperación en ventajas competitivas más que en detalles administrativos.

En ese contexto, la comodidad de Argentina en América se vuelve más que una nota histórica. El texto señala que 10 de los 11 Mundiales disputados en Europa fueron ganados por equipos europeos, pero la historia cambia cuando el torneo se juega en América, donde cada uno de los 7 torneos organizados allí tuvo un campeón sudamericano hasta que Alemania rompió la racha en 2014. Si sumamos la capa de análisis moderno—la supercomputadora de Opta le da a España un 17% de probabilidades de victoria, a Francia un 14.1% y a Inglaterra un 11.8%—el desafío de Argentina se afila en un dilema latinoamericano familiar: demostrar que la excelencia no es un momento, sino una cultura.

Para Argentina, el Grupo J puede ser generoso, pero el verdadero sorteo es psicológico. Es la tensión entre un equipo que ha aprendido a ganar sin perder su alma y un país que ha aprendido a esperar sin confiar demasiado fácil. Desde Kansas City el 16 de junio hasta las últimas noches de grupo en Dallas, el mundo mirará a los campeones como a una banda de gira, sí—pero Argentina mirará otra cosa. Mirará si Messi elige un último escenario, y si el colectivo que él ayudó a formar puede cargar su propio peso, mate en mano, bajo la luz implacable de otro verano.

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