Después del boom migratorio, los colombianos luchan por reconstruir sus economías caribeñas

El colapso de los cruces migratorios por el Darién ha dejado a Acandí y Necoclí tambaleando. Pescadores, cargadores y comerciantes que antes vivían de mochilas y pasajes en lancha ahora enfrentan cantinas vacías, casas a medio construir y la dura espera de que el turismo regrese.
Cuando dejaron de llegar las mochilas
Durante dos años intensos, los senderos selváticos a las afueras de Acandí vibraban con el sonido de miles de pasos. Luis Fernando Carrascal, de 32 años, podía ganar hasta 260 dólares diarios cargando mochilas de migrantes hacia el Tapón del Darién antes de volver a pescar. El dinero parecía irreal. Compró una lancha con motor, nuevas redes, y se unió a vecinos que juntaron sus ganancias para abrir un nuevo sendero en la selva: una arteria lodosa que conecta Acandí con Capurganá, financiada no por Bogotá, sino por los propios locales.
“Bastaba con trabajar una semana al mes”, dijo Carrascal a EFE. “Ahora las cantinas no están llenas; las tiendas no venden como antes”.
Esa marea se desvaneció. En 2024, los cruces colapsaron un 97% tras el endurecimiento de la política estadounidense. Cerca de 14,000 personas incluso dieron marcha atrás, regresando al sur. Para Acandí, un pueblo que se había adaptado al caos, el repentino silencio resulta tan desestabilizador como el boom. Las cuadrillas de “mulas” que se turnaban en relevos se disolvieron de la noche a la mañana. Carrascal volvió a la pesca, y a trabajos esporádicos en construcción. Las obras públicas, añadió, no son más que “unas reparaciones que hace la administración municipal”, nada parecido a las mejoras que soñaron cuando el dinero corría.
Del auge al declive en Acandí
La caída se nota en cada cuadra. Un amigo de Carrascal que transportaba migrantes en moto hasta los hostales hacía hasta una docena de viajes al día. La construcción de su nueva casa quedó a medio camino cuando el flujo se detuvo. Ahora gana, con suerte, 25 dólares, apenas una décima parte de lo que ganaba antes. “No hay comparación”, admitió a EFE.
En el centro del pueblo, el ferretero Rogelio Ramos, de 64 años, bebe cerveza en mesas plásticas pegajosas mientras suena bajo un vallenato. Solía emplear a seis trabajadores. “Hoy tengo uno, y a mí mismo”, contó a EFE. Para cubrir gastos, dividió el local en dos y alquiló la mitad a un taller de bicicletas.
La decepción se agrava con la inseguridad. Acandí está en una zona roja, bajo la sombra del Clan del Golfo. Los servicios públicos siguen sin funcionar 24 horas. “Estamos golpeados y abandonados”, dijo Ramos. Esperaba que el Estado invirtiera tras la bonanza. En cambio, la única vía nueva fue abierta y mantenida “por la comunidad, no por el gobierno”.
El boom migratorio también transformó los hábitos locales. Los precios se dolarizaron, los arriendos se dispararon y los víveres se encarecieron. Los pobladores aprendieron a convivir con la contradicción entre oportunidad y resentimiento. Pero con el flujo a la baja, quedan las deudas. Electrodomésticos comprados a crédito aún deben pagarse. Las casas inconclusas se alzan esqueléticas bajo el calor. El sendero que construyó Acandí sigue siendo un motivo de orgullo. Pero los empleos que lo financiaron han desaparecido.
La segunda oportunidad de Necoclí: poesía, palmas y sin carpas
Al otro lado del golfo de Urabá, Necoclí intenta escribir un desenlace distinto. El alcalde Guillermo José Cardona apuesta por festivales—de poesía, vallenato y cocos—para atraer de nuevo a los turistas que huyeron cuando hasta 20,000 migrantes acampaban a la vez en la playa.
“El turismo de grandes hoteles se acabó”, dijo a EFE. “La gente común ganó mucho. Mucho, mucho, mucho”.
Hoy el malecón bordeado de palmeras luce medio dormido. Unos letreros prohíben acampar. Otros ofrecen “rutas de aventura” que siguen los mismos pasos que los migrantes daban hacia el Darién.
Luis Javier Medrano, de 20 años, ha vivido en ambas economías. Antes ganaba comisiones guiando migrantes hacia cuartos improvisados, cableando alojamientos junto a su tío. Hoy atiende la recepción de un hostal frente a un mar turquesa donde solo nadan unos cuantos. “El turismo muestra señales de vida”, contó a EFE. A sus espaldas, cuadrillas levantan tres apartahoteles de 13 pisos—“las torres más altas de Urabá”, presume el alcalde.
Pero Medrano es pragmático. Si la migración vuelve a gran escala, dijo, regresaría a su antiguo negocio “al día siguiente”. Esa contradicción define a Necoclí: debe convertir la geografía del éxodo en un paisaje de ocio, sabiendo que la marea podría cambiar de nuevo en cualquier momento.

Después del auge, ¿qué queda?
La economía migrante fue pasajera, pero dejó verdades que persisten. Las comunidades se adaptaron más rápido que Bogotá: construyeron senderos, ampliaron servicios y gestionaron puertos. Luego, un cambio de política en Washington apagó el interruptor, y las pequeñas inversiones quedaron a la deriva.
La fragilidad es visible: un libro contable en rojo en la ferretería, una pared sin repellar, una red remendada por décima vez, un billar abandonado al anochecer.
La resiliencia ahora significa lo básico: servicios públicos estables, seguridad fundamental, microcréditos que no desaparezcan con los titulares, y una presencia estatal que sea más que una patrulla o un comunicado.
Los pobladores no esperan. Pescan, ponen ladrillos, reservan habitaciones y se reinventan. Pero saben cuán rápido puede cambiar la marea. “Pensamos que el gobierno, o alguien, nos miraría”, dijo Ramos a EFE. El camino que Acandí construyó por sí misma es el recordatorio diario: la periferia sobrevive cargando su propio peso.
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Si Colombia finalmente comparte esa carga decidirá si estos pueblos permanecen en silencio—o vuelven a la vida, esta vez con visitantes que no llegan para cruzar la selva, sino para quedarse y construir un futuro en la ribera caribeña.