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Colombia reimagina la hoja de coca: color, artesanía y una revolución silenciosa

En un país demasiado a menudo reducido a titulares sobre la cocaína, un círculo de artesanos y diseñadores colombianos está enseñando una verdad más silenciosa: la hoja de coca puede teñir lana en lugar de alimentar guerras, y una planta largamente demonizada aún puede nutrir la belleza, la dignidad y el sustento.

De “Mata que mata” a una paleta de verdes

Solo hace falta una olla, un puñado de hojas y paciencia. En un pequeño taller en Sutatausa, la artesana Luz María Rodríguez remueve una infusión de polvo de coca sobre un fuego de leña. Su objetivo no es la química, sino la redención. Sumerge una tira de tela blanca en la olla, observa cómo cambia de amarillo pálido a verde musgo y sonríe. “No es una planta mala; podemos darle un buen uso”, dijo a EFE, con palabras firmes y revolucionarias en su sencillez.

Durante décadas, Rodríguez solo había escuchado describir la hoja de coca como “la mata que mata”. Esa frase, grabada en el inconsciente nacional por las campañas antidrogas, dejaba poco espacio para los matices. Pero a través de la lenta alquimia del oficio, ha encontrado otra historia. “Tiene muchas propiedades y beneficios”, afirma. “Hemos aprendido a verla de otra manera: ahora como un material, no como una amenaza”.

En su comunidad, las mujeres se reúnen alrededor de las ollas de tinte como otras lo hacen alrededor del café. Experimentan, comparan tonos y comparten bromas. Cada lote de tela lleva una pequeña dosis de desafío: prueba de que la coca puede sostener medios de vida sin alimentar el comercio ilegal. En un país donde una sola planta estigmatiza regiones enteras, esto no es solo artesanía: es reivindicación.

Cómo Tinta Dulce convierte el estigma en color

Esa reivindicación tiene nombre: Tinta Dulce, o “Sweet Ink”. Fundado por las diseñadoras bogotanas Daniela Rubio y Mónica Suárez, el proyecto comenzó en 2021 como una serie de talleres de tintes naturales para mujeres en El Tambo, Cauca, una región marcada por el conflicto y el cultivo de coca. Su idea era radical pero sencilla: si el mundo solo ve la coca como una maldición, mostrarla como color.

Rubio y Suárez enseñaron a las participantes a extraer pigmentos de plantas locales. Muchas mujeres llegaron con hojas de coca, aún el cultivo más abundante en su zona. Para sorpresa de todos, la hoja produjo verdes y marrones suaves: tonos terrosos, bellos, usables. A partir de ahí, echó raíces un movimiento.

“El proceso es modesto y exigente”, contó Suárez a EFE. “Compramos la harina y la hoja a un proveedor en Cauca, la enviamos a cooperativas rurales, y las mujeres la cocinan con vinagre y agua de lluvia hasta que aparece el color”. La química es delicada: la acidez convierte el amarillo en verde, la alcalinidad profundiza el marrón. Pero el simbolismo es profundo: lo que antes significaba miedo ahora tiñe la tela con resiliencia.

Tinta Dulce comenzó con criadores de gusanos de seda; ahora incluye comunidades en Cundinamarca, Boyacá y Santander. Cada cojín, bufanda o chal terminado encarna una pequeña victoria contra el estigma. Rubio y Suárez han obtenido apoyo de socios internacionales, entre ellos la Open Society Foundations. Sin embargo, su verdadero capital es la confianza: la que nace cuando las mujeres ven que su trabajo tiene valor y que sus cultivos tienen un sentido más allá del mercado negro.

“Cada pieza dice lo mismo: esta planta puede crear, no destruir”, dijo Rodríguez a EFE. Y en un lugar donde los medios de vida han estado ligados a la ilegalidad, crear se convierte en un acto silencioso de resistencia.

Política, prejuicio y la sombra sobre la coca

Reimaginar la coca es más fácil en un taller que en los libros de leyes. “La hoja sigue criminalizada internacionalmente”, explicó Rubio a EFE, aludiendo a su inclusión en la Convención Única de Estupefacientes de 1961 de la ONU. Esa clasificación mantiene a la planta bajo la sombra de la cocaína, a pesar de los esfuerzos de Colombia por legalizar sus usos regulados, industriales y medicinales.

La ironía es profunda. Las comunidades indígenas han mascado coca durante siglos para combatir la fatiga, la altura y el hambre. Los campesinos la beben en infusión, la usan en rituales y la consideran medicina. Sin embargo, para el mercado global, una sola molécula—la cocaína—define su identidad. “La persona más fundamental para este proyecto vive en condiciones muy distintas a las nuestras”, dijo Suárez a EFE, refiriéndose a su proveedor en una zona dominada por facciones disidentes de las FARC y bandas criminales. “Los niveles de cultivo de coca con fines ilegales son históricos”, añadió, y cada aumento en la producción refuerza el prejuicio contra cualquier uso legal.

Ese sesgo se intensificó cuando, según informó EFE, Estados Unidos retiró a Colombia de la lista de países considerados cumplidores en la lucha contra el narcotráfico. El desaire burocrático resonó como una acusación. Frente a ese ruido, un puñado de mujeres removiendo ollas de tinte se vuelve casi una metáfora del país mismo: trabajando en silencio para redefinir su valor, incluso mientras el mundo sigue juzgando su pasado.

Pero el diseño, insiste Rubio, puede ser un acto político. “Convertir la coca en tinte no borra el daño de la cocaína—solo deja de permitir que el daño sea toda la historia”, dijo a EFE. El proyecto desafía a políticos y foráneos a separar planta de veneno, cultura de crimen. Invita a la empatía sobre el pánico y a la posibilidad sobre la prohibición.

EFE/ Carlos Ortega

Enseñar con ollas de tinte y libros para niños

El siguiente paso de Tinta Dulce es la educación. Rubio y Suárez han publicado un manual para que “cualquiera, experto o no, pueda preparar los tintes”, y un libro para colorear para niños, porque la transformación comienza con la imaginación. Han presentado su trabajo ante la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) durante dos años consecutivos, llevando rollos de tela teñida en lugar de documentos de política. “Queríamos mostrar lo que la coca puede dar: color, no miedo”, dijo Suárez a EFE.

En esos salones diplomáticos, el escepticismo se desvaneció cuando los funcionarios tocaron los tejidos. Ningún argumento convence tanto como la belleza. La misma planta que financia la violencia también contiene clorofila, taninos y una historia que vale la pena salvar.

Por supuesto, ninguna olla de tinte pondrá fin al narcotráfico ni desmantelará a los grupos armados que se benefician de él. Pero proyectos como Tinta Dulce revelan otro camino: invertir en la artesanía rural, regular los usos legales de la coca y confiar en quienes conocen la planta en toda su dimensión—sus riesgos, sus ritmos y sus recompensas.

Para Luz María Rodríguez, cada bufanda teñida en tonos de coca es una pequeña restauración. “No es una planta mala; podemos darle un buen uso”, repite, mientras remueve su olla y el humo se eleva hacia el aire de la montaña. De El Tambo a Sutatausa, las hojas que antes significaban peligro ahora prometen un color firme de esperanza.

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Y en sus manos, el cultivo más incomprendido de Colombia se convierte en lo que siempre fue: un verde vivo, esperando a alguien lo bastante valiente como para verlo de otra manera.

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