VIDA

La ciudad de tumbas de Lima: donde los muertos se niegan al silencio

Cada año, en el Día de los Difuntos, una ciudad surge de otra. Al sur de Lima, donde el concreto de la capital da paso a colinas secas y caminos tallados por el viento, el cementerio Virgen de Lourdes se convierte en algo eléctrico: una ciudad de los muertos que se niega a susurrar. Aquí, el dolor y la alegría comparten la misma partitura. Las familias traen comida, música, pintura y cerveza. Los vendedores llenan los senderos. Las bandas suben por el polvo para serenar las tumbas. Por un día, el silencio pierde.

Una ciudad de tumbas que se niega al silencio

El silencio no dura mucho en Villa María del Triunfo, donde el cementerio Virgen de Lourdes se extiende por más de sesenta hectáreas de colinas y quebradas. Construido en 1961 para los migrantes que huyeron de los Andes en busca de trabajo en Lima, se ha convertido en una geografía de la memoria: una ciudad dentro de la ciudad, llena de cruces, retratos e historias escritas en pintura brillante.

El 1 de noviembre se transforma en algo vivo: un festival de recuerdo, un desafío colectivo al olvido. Javier Huamán, gerente de desarrollo social del distrito, dijo a EFE que hasta 2 millones de personas pasan por allí durante la celebración. “Cada zona refleja las tradiciones de su propia provincia. La zona huancaína, por ejemplo, es muy alegre,” explicó.

La multitud no está allí por espectáculo; está allí por pertenencia. El cementerio fue construido para aquellos que llegaron a Lima persiguiendo futuros, y ahora, en la muerte, se reúnen de nuevo, atrayendo el centro de la ciudad hacia sus márgenes. Huamán asiente mientras las bandas de metales retumban entre el polvo. “La gente viene con tristeza, sí, pero sobre todo con alegría, porque creen que sus seres queridos viven allí con ellos.

Migraciones heredadas, rituales heredados

Caminar por el Virgen de Lourdes es como cruzar el Perú mismo. Los niños se mueven entre nichos pintados mientras los autobuses suben por las carreteras internas, transportando familias hasta los rincones más lejanos. Los vendedores venden pan con chicharrón, helados y cigarrillos; los violinistas afinan sus instrumentos en la pausa entre canciones.

Las flores naturales están prohibidas —una precaución por el dengue—, así que las artificiales florecen en su lugar, sus pétalos de neón brillando contra el suelo gris. Casi un millón y medio de nichos cubren las laderas, cada uno cuidado por familias que repintan las paredes y barren el polvo antes de sentarse a hablar con sus muertos.

El ritual parece mitad doméstico, mitad peregrinación. “Cuando llueve, los cerros sangran color,” dice un vendedor local, señalando las tumbas pintadas. “Es como si quisieran ser vistas.” Y lo son. Cada pincelada es una conversación entre los vivos y los ausentes, un acto de desafío contra la rápida decadencia de Lima.

Huamán observa cómo las familias suben por los caminos sinuosos con instrumentos y comida. “Esto no es un duelo en silencio,” dice a EFE. “Es una celebración de que la vida continúa, solo en otra forma.” El cementerio se convierte en un archivo no de pérdida, sino de resistencia: un registro vivo de la migración andina traducido al lenguaje de la ciudad sin perder su melodía.

EFE/Renato Pajuelo

Ruido familiar, amor familiar

La familia Mitma baila cerca de la tumba de su padre, un huayno que flota en el viento desde Ayacucho: melancólico, tierno, imparable. Pilar, la hija, cuenta a EFE que su padre bajó de la sierra a los dieciocho años para servir en el ejército, trayendo consigo su música. “Amaba estas canciones. Decía que le recordaban de dónde venía. Hoy estamos tristes, pero bailamos para que sepa que lo recordamos.

Unas terrazas más arriba, la familia Fernández asa pollo junto a una cruz de cemento. Su padre murió hace treinta años, pero aún ancla su noviembre. “Lo invitamos a comer con nosotros —tamales, galletas, cerveza y su cigarrillo,” dice el hijo mayor, vertiendo una bebida al suelo. El humo, la música, la comida: todo es lenguaje. En este lugar, el duelo no susurra; canta.

Los pequeños gestos importan más: quitar el polvo de una placa con un nombre, colocar una silla junto a la tumba, encender una vela mientras el viento amenaza con apagarla. A su alrededor, miles de otras familias hacen lo mismo. El cementerio vibra con conversaciones superpuestas, risas, oraciones y chismes. Un niño pasa corriendo con un globo; una mujer llora suavemente mientras comienza a sonar un arpa.

La escena puede parecer caótica a los forasteros. Para quienes pertenecen, es orden: el ritmo de la memoria mantenido vivo por el tacto y el ruido.

La política alegre del recuerdo

El cementerio Virgen de Lourdes no es caos. Es coreografía: una que convierte el duelo en comunidad y la exclusión en reivindicación. Durante décadas, los migrantes indígenas y provincianos de Lima fueron tratados como intrusos en la historia de la capital. Pero aquí, en esta ladera, han construido su propio relato de pertenencia.

Permitir “expresiones culturales,” como las llama Huamán, no es solo tolerancia municipal: es justicia. Cuando las familias repintan las tumbas y cantan entre lágrimas, están realizando un acto de resistencia cívica. Están diciendo: “Estamos aquí. Nuestros muertos están aquí. También pertenecemos a esta ciudad.

Existen reglas —no flores naturales, por razones de salud—, pero incluso esa prohibición florece en creatividad. Guirnaldas de plástico resplandecen contra el polvo, una especie de esperanza obstinada. Los vendedores asan carne, las zampoñas suenan sobre los bombos, y una pareja adolescente baila entre las filas de tumbas. Desde lejos puede parecer desorden, pero es unidad hecha visible.

Al anochecer, el aire se vuelve dorado. Los últimos autobuses suben lentamente por las colinas, los cláxones resuenan entre las terrazas. En algún lugar, un arpa se desvanece entre risas. Los vivos y los muertos se vuelven momentáneamente inseparables: una comunión de memoria y ruido.

Cuando el sol se oculta tras el borde gris de Lima, la música se suaviza pero nunca se detiene. Virgen de Lourdes es prueba de que el recuerdo no pertenece a estatuas de mármol ni a oraciones silenciosas: pertenece a las personas que se niegan al silencio.

Aquí, el amor es ruidoso, el duelo está lleno de gente y la memoria es un evento público. Las familias que construyeron los suburbios de la ciudad han construido también su más allá, una melodía, una cerveza y una pincelada a la vez.

En esta ciudad de tumbas, los muertos no descansan solos —descansan acompañados, serenados y nunca olvidados.

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