VIDA

Abuelas puertorriqueñas revuelven arte y sabor en el Sofrito Manifesto

El artista Bernardo Medina saqueó la caja de recetas de su difunta abuela y esparció esos sabores a lo largo de 250 páginas de fotografías y pinturas pop-art. The Sofrito Manifesto es parte libro de cocina, parte carta de amor: una botella con el alma culinaria de Puerto Rico dirigida a una diáspora inquieta.

Una caja de zapatos abre la despensa escondida de la isla

No era bonita —solo un pedazo de cartón maltrecho escondido detrás de unos Tupperware polvorientos en un armario de Bayamón—, pero resguardaba una dinastía. Medina recuerda a su abuela Emilia cerrándola de golpe cada vez que unas manitas se acercaban demasiado. Dentro: recortes de Reader’s Digest con olor a cebolla, columnas de periódico manchadas de grasa, tarjetas de recetas donde cada línea se curvaba como paso de bailarina. Cuando la pandemia lo dejó atrapado en casa, el aburrimiento se volvió peregrinación. Él y su hermana Emily extendieron esos papeles sobre la mesa del comedor: cada pedazo, una migaja en el camino de la historia familiar.

Siguieron llamadas telefónicas: una tía en Caguas, una prima en Kissimmee, una vecina que recordaba cómo Abu Inés transformaba yuca en almojábanas esponjosas. Las voces se quebraban, reían, corregían memorias. Sobrevivieron cincuenta recetas: pasteles navideños envueltos en hojas de plátano, mollejas de pollo guisadas para las kermeses de la iglesia, sofrito cocinado hasta que toda la casa olía a sábado por la mañana. “Nos dimos cuenta”, dice Medina, “de que cada plato era un telegrama: ‘Te amo, come’”.

Convertir frituras en fuegos artificiales pop-art

Según un reportaje de EFE, Medina diseñó carteles de música caribeña, adoptando el desparpajo neón de Warhol y rociándolo sobre tambores de conga. Una simple recopilación de recetas no bastaba, así que construyó pequeños sets de cine para cada plato. Una pareja de etiqueta disecciona una alcapurria callejera bajo un candelabro de cristal. Rellenos de papa flotan en el aire sobre una freidora antigua, el aceite caliente explotando en una corona a cámara lenta. La fotógrafa Mariela Apollon capturó migas suspendidas como lluvias de meteoritos; el escultor Marcos Irizarry reconstruyó el pastelón como un rascacielos de Plexiglás iluminado desde dentro.

Setenta fotos, veinte obras de arte y pies de foto bilingües se superponen en cada página: el diseño imita el code-switching de la isla, donde el español y el inglés terminan las frases del otro. Medina insiste en que la comida nunca desaparece bajo el espectáculo. “Deberías poder lamer la página”, se ríe, “y saborear el culantro”.

Abuelas que sazonaron el futuro

Las recetas por sí solas no explican por qué un bocado de arroz con gandules puede devolver a un adulto directamente a los siete años. Emily llena ese vacío con diez relatos breves impresos en español y sombreados en inglés, cada uno una postal de la infancia: Bernardo robando tostones de una rejilla de enfriamiento; Abu Inés tarareando boleros de Trío Los Panchos mientras el pilón somete al cilantro. Una línea detiene al lector en seco: “Nadie cocina como tu abuela porque ella cocina para tu futuro”.

Esa frase, admite Medina, lo hizo dejar el ejemplar de prueba y llorar en la imprenta. “Abuela no me estaba alimentando en 1983”, dice. “Estaba alimentando al adulto en que me convertiría”. El texto bilingüe asegura que el mensaje viaje—desde apartamentos en San Juan hasta walk-ups en el Bronx—adonde sea que los puertorriqueños persigan la renta y el pronóstico del tiempo. La elegancia de mesa de café se mezcla con el desorden de la encimera; más de una primera edición ha regresado al editor salpicada con aceite de achiote, una insignia de uso legítimo.

Cuando un manifiesto se multiplica

Medina imprimió un lote modesto y pensaba regalárselo a amigos. En cambio, librerías independientes de Río Piedras se quedaron sin ejemplares en un fin de semana; un pop-up en Brooklyn vendió sesenta copias antes del mediodía. Publishers Weekly señala que los lectores de la era pandémica anhelan objetos que puedan oler y manchar; The Sofrito Manifesto ofrece ambos. El impulso dio lugar a una secuela dulce—tembleque que tiembla bajo el perfume de anís estrellado—y a un cuadernillo de rones tradicionales y licores de café. El año que viene llegará The Sofrito Soul, con noventa chefs de San Juan a Orlando interpretando el canon de la abuela. Las primeras páginas revelan mofongos de nivel Michelin emplatados como esculturas abstractas, una longaniza vegana que reconoce las dietas de la diáspora. “Herencia e innovación”, dice Medina, “no son rivales; son pareja de baile”.

También está hablando con escuelas. Una escuela autónoma en Chicago quiere adaptar los cuentos para clases de alfabetización bilingüe, y un programa culinario en Miami espera montar una galería pop-up donde los estudiantes cocinen el arte. El sueño vuelve a esa caja de zapatos para Medina: mujeres ordinarias, genias no documentadas del fuego y el aroma, ascendidas a muros de museo y páginas brillantes.

Revolviendo el hambre y el orgullo de la diáspora

Al hojear el libro terminado, surgen dos sensaciones: hambre y reconocimiento. Hambre porque las fotos provocan salivación; reconocimiento porque en esas imágenes está todo niño puertorriqueño que despertó con el sonido del ajo chisporroteando a las seis de la mañana. El manifiesto de Medina sostiene que la comida es más que consuelo: es ciudadanía, especialmente para los migrantes que alternan entre la radio de salsa y los recibos en inglés.

En ese sentido, The Sofrito Manifesto se une a una línea de declaraciones culinarias—The Joy of Cooking para la América de clase media, Como agua para chocolate para el realismo mágico mexicano—pero con un guiño caribeño. Los colores pop-art insisten en que la cocina puertorriqueña merece el mismo estatus icónico que una lata de sopa Campbell, mientras que el texto trilingüe (español, inglés, espanglish) proclama que la voz de la isla no se puede encajonar.

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Las ediciones impresas irán y vendrán, pero el éxito más resonante del proyecto está en las cocinas: una nieta en Hartford comprando plátanos porque una página le dio nostalgia; un nieto en Orlando dándose cuenta de que el pastelón que subió a Instagram también es arte contemporáneo. “Abuela alimentó el futuro”, repite Medina. Gracias a su manifiesto, ese futuro ahora se alimenta solo—con sofrito, memoria y un toque de pintura neón.

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