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Cómo las familias latinoamericanas enfrentaron Días de Acción de Gracias llenos de miedo en la era Trump en Estados Unidos

Mientras millones de estadounidenses partían el pavo este Día de Acción de Gracias, muchas familias inmigrantes latinoamericanas en los Estados Unidos pasaron el feriado tras cortinas cerradas, navegando el miedo a redadas de ICE, la ausencia de familiares y el aumento de precios, en vez de la gratitud que el ritual imaginaba.

Un feriado de pavos, redadas y sillas vacías

En los barrios latinos de Charlotte, Chicago, Los Ángeles, Houston, Miami y más allá, el aroma familiar del pavo asado recorría los pasillos de los apartamentos y los patios de los dúplex. Pero este año, ese olor se mezcló con algo más corrosivo: la inquietud provocada por las redadas migratorias intensificadas bajo la administración de Donald Trump, y las sillas vacías que dejaron las deportaciones, detenciones y retornos forzados.

Para Eugenia Blanco, entrenadora deportiva en West Palm Beach, Florida, el guion del Día de Acción de Gracias había sido reescrito en silencio. “Durante los últimos cuatro años éramos 18 en la cena”, recordó, describiendo cómo su familia abrazó la festividad como una forma de honrar a un país que sentían que los había recibido. Su historia, compartida con reporteros [EFE], cambió de repente cuando sus padres decidieron regresar a Venezuela tras la eliminación del Estatuto de Protección Temporal (TPS), el frágil escudo legal que les había permitido quedarse.

Sus familiares formaban parte de los aproximadamente 600,000 venezolanos que, según su relato, perdieron la protección temporal este año después de que los recursos legales fracasaran y la decisión de la administración Trump de poner fin a ese estatus entrara en vigor. Algunos regresaron; otros simplemente decidieron quedarse en casa. Sus tíos y primos, contó, solo salían de casa para trabajar, demasiado asustados para arriesgarse a ir al supermercado o visitar amigos. El pavo que antes simbolizaba gratitud se convirtió, en sus palabras, en un plato amargo.

Investigaciones publicadas en el Journal of Ethnic and Migration Studies documentaron cómo los cambios de política en programas como el TPS produjeron lo que los académicos llamaron “legalidad precaria”, una condición en la que familias técnicamente ligadas a formas legales de ingreso vivían como si cada golpe en la puerta pudiera ser el último. Las secuelas psicológicas no eran una abstracción. Estaban en las persianas cerradas, los viajes cancelados y la manera en que una festividad adoptada con entusiasmo empezó a sentirse como un recordatorio de que la pertenencia siempre era provisional.

A más de 5,000 kilómetros al noroeste, en Seattle, Washington, el miedo tomó otra forma. Los bancos de alimentos que se habían preparado para filas de familias buscando ayuda para la cena de Acción de Gracias se encontraron mirando pilas de pavos sin recoger. Van Cuno, directora ejecutiva de NorthWest, explicó que menos personas acudían a las despensas comunitarias de la organización desde que ICE intensificó las operaciones en la zona. Un aumento en las detenciones a principios de la semana hizo que casi nadie se presentara a recoger los pavos donados. El exceso de comida se convirtió en una medida de cuán profundamente las redadas podían vaciar el espacio público.

Estudios en Latino Studies y en el Journal of Urban Affairs subrayaron este “efecto paralizante” de las campañas de control: cuando las autoridades migratorias se volvían más visibles, barrios enteros reorganizaban su vida en torno a la evasión. Padres mantenían a sus hijos en casa, pacientes saltaban citas médicas, e incluso la caridad se volvía sospechosa porque entrar a un sótano de iglesia o a un salón comunitario podía atraer atención. En este clima, el Día de Acción de Gracias dejó de ser un evento comunitario y se convirtió en una evaluación de riesgos.

Cuando el miedo convirtió las tareas cotidianas en riesgos calculados

En Carolina del Norte, ese ambiente de pánico adquirió un nombre operativo. La operación de ICE llamada “Charlotte’s Web” trajo consigo una ola de ausencias: estudiantes faltantes en las aulas, letreros de “cerrado temporalmente” en negocios de dueños latinos y reuniones familiares canceladas. Web era la metáfora adecuada. Las redadas enredaban no solo a los objetivos, sino también a quienes los amaban, trabajaban con ellos y se sentaban junto a ellos en la iglesia.

Para Juan de Dios Rodríguez, un mesero mexicoamericano de 38 años en un restaurante mexicano cerca de Greensboro, la operación ya había transformado la vida diaria. Dos de sus familiares estaban en centros de detención de ICE. Temía ser confundido con un migrante indocumentado y pasó tres semanas sin trabajo. Los dueños del restaurante cerraron las puertas porque los clientes dejaron de venir. Prometieron reabrir la próxima semana, pero ni él mismo lo creía. Este Día de Acción de Gracias, dijo, sería triste. Con tres primos probablemente por ser deportados y los precios por las nubes, su familia no podía costear la cena especial que antes intentaban preparar. Con solo el ingreso de su esposa, apenas alcanzaban para los gastos básicos.

Para generar algo de dinero, Rodríguez se unió a una cuadrilla de jardinería. Pero incluso ese trabajo venía cargado de ansiedad. Él y sus compañeros sabían que si no eras blanco, eras más vulnerable. Habían visto casos de personas nacidas en Estados Unidos detenidas por días y maltratadas. Ese miedo reflejaba lo que académicos en Latino Studies describieron como la “racialización de la ciudadanía”, un proceso en el que los cuerpos morenos eran tratados como sospechosos sin importar su estatus legal, especialmente en el sur de Estados Unidos. La línea entre “inmigrante” y “ciudadano” se desdibujaba cuando tanto agentes uniformados como vecinos trataban el acento español y la piel más oscura como sinónimo de ilegalidad.

En Chicago, la respuesta a este clima tomó una forma más pastoral. La parroquia de Nuestra Señora del Monte Carmelo decidió revivir el sistema de entregas a domicilio que improvisó en 2020, durante los confinamientos por COVID-19. Este año, en vez de invitar a las familias a salones llenos para la cena de Acción de Gracias, los voluntarios volvieron a tocar puertas con cenas en cajas. Para el párroco Leandro Fossá, quien llevaba años trabajando con migrantes en Estados Unidos, el ánimo se sentía distinto. Muchos feligreses estaban en situaciones inestables, preocupados tanto por su estatus legal como por los precios de la comida. Por primera vez en su ministerio, dijo, la gente ya no tenía la confianza para soñar con un futuro mejor. Su reflexión, también compartida con reporteros [EFE], capturó algo que los números por sí solos no podían medir: el horizonte menguante de la esperanza.

Trabajos académicos en el American Journal of Sociology sugirieron que los regímenes de deportación no solo expulsaban personas; también comprimían las ambiciones de quienes se quedaban. Los niños ajustaban sus aspiraciones a la baja, los adultos abandonaban planes de abrir negocios o regresar a la escuela, y los barrios empezaban a esperar menos del futuro. Cuando una parroquia resucitó el sistema de entregas de la pandemia no por un virus, sino por ICE, era señal de que el control migratorio se había convertido en otro tipo de emergencia de salud pública, una medida de estrés e insomnio más que de tasas de infección.

EFE/ICE Denver

Mitos de Acción de Gracias, cifras de deportación y memorias latinoamericanas

La tensión entre el mito nacional y la realidad cotidiana no pasaba desapercibida para quienes la vivían. En redes sociales, Julissa Arce, activista mexicoamericana, escribió que cuando alguien compra comida por miedo, una celebración deja de serlo. Su mensaje se volvió viral en X, compartido miles de veces por personas que se reconocían en la simple verdad de la observación. Acción de Gracias se suponía que era sobre abundancia y hospitalidad; el miedo en la caja del supermercado lo convertía en una prueba de supervivencia.

Otros mensajes virales fueron más allá, señalando la ironía histórica. Sarah Jumping Eagle, activista indígena, usó X para señalar que el país celebraba una cena construida sobre el mito de dar la bienvenida a los recién llegados mientras deportaba a quienes sostenían su economía. Otra publicación ampliamente compartida contrastaba a los descendientes de quienes llegaron en barcos, celebrando que sus ancestros fueron recibidos, con la persecución de quienes luego cruzaron desiertos y ríos. La crítica resonaba con lo que historiadores en el Journal of American History han examinado durante años: Acción de Gracias como un dispositivo de creación de mitos que suavizaba la conquista, el desplazamiento y la exclusión en favor de una narrativa reconfortante de generosidad mutua.

En Los Ángeles, la disonancia se volvió íntima. Durante una audiencia pública sobre el impacto de las redadas, una madre centroamericana resumió su deseo para la festividad en una sola frase: Acción de Gracias era un día para dar gracias; ella simplemente pediría que su esposo regresara a casa. Sin banquete, sin decoraciones, solo el reencuentro. Era una petición modesta que se sentía enorme frente a la maquinaria del Estado.

Detrás de estas historias personales estaban los números crudos. Según el Departamento de Seguridad Nacional (DHS), Estados Unidos expulsó cerca de 400,000 migrantes en los primeros 250 días de la segunda administración de Trump. Se proyectaban unas 600,000 expulsiones solo en el primer año. Académicos que escriben en el American Journal of Sociology argumentaban que tales cifras se entendían mejor no como estadísticas aisladas, sino como parte de un “régimen de deportación” a largo plazo que reconfiguraba mercados laborales, estructuras familiares y comunidades transnacionales que se extendían profundamente en América Latina. Cada expulsión repercutía en pequeños pueblos de México, Centroamérica y Venezuela, donde las remesas dejaban de llegar y aparecían sillas vacías en otras mesas, a miles de kilómetros de distancia.

Visto desde una perspectiva latinoamericana, este Día de Acción de Gracias en los barrios inmigrantes se sintió menos como un ritual nacional sin complicaciones y más como un espejo de las desigualdades hemisféricas. El mismo día que celebraba la cosecha y la hospitalidad también exponía quién podía sentirse lo suficientemente seguro para celebrar. En apartamentos con cortinas cerradas y en iglesias repartiendo cenas en cajas, las familias con raíces al sur del Río Grande vivían una versión distinta del feriado, una donde la gratitud debía coexistir con el miedo, y donde el simple acto de sentarse juntos nunca estaba completamente garantizado.

El pavo igual fue al horno. Los niños igual esperaron el pastel. Pero afuera, patrullas rondaban, y adentro, los teléfonos permanecían sobre la mesa, boca arriba, por si llegaban noticias de un centro de detención o de un cruce fronterizo. Entre la historia oficial de Acción de Gracias y estas escenas más silenciosas está la distancia entre el mito y la experiencia vivida, una distancia medida en 400,000 expulsiones y en la esperanza susurrada de que, al menos el próximo año, todos estén en casa.

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