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La Catedral de Sal de Colombia convierte el pasado de Zipaquirá en piedra viva bajo tierra

Dentro de la Catedral de Sal de Zipaquirá, en Colombia, a 180 metros bajo tierra, los muros de sal resguardan la memoria indígena y la ambición colonial. Inaugurada en 1995, ha recibido a más de 13 millones de visitantes, transformando una mina en santuario nacional y en un negocio de asombro aún vigente.

Una montaña que aprendió a hablar en sal

El descenso es el punto central. Avanzas por corredores oscuros bañados en luces cambiantes, y el aire mismo se siente más antiguo que la ciudad que está arriba. Una visitante, Monserrat Prito, lo describió con ese tipo de asombro que no necesita adornos: “El pasar por esos pasillos oscuros… ver esas texturas y esos tallados… esas paredes de sal inmensas… en el corazón de una montaña una catedral de sal.” Sus palabras impactan porque capturan la personalidad del lugar, mitad cruda, mitad deliberada, donde algunas cámaras permanecen rústicas y otras parecen talladas con paciencia, como si la montaña hubiera negociado con los cinceles.

La Catedral de Sal suele clasificarse como “atracción turística”, pero la categoría más precisa es transformación. Es arquitectura que nace del trabajo. Vive dentro de una mina y se niega a dejar que los visitantes olviden que aquí la sal se extrajo primero por necesidad, luego por lucro y después por poder. Llamarla catedral no es solo cuestión de religión; es sobre cómo una sociedad elige honrar lo que la alimentó y lo que la explotó. En 1995, cuando la actual catedral abrió dentro de la mina, inició una nueva carrera: convertir la extracción en contemplación y al pueblo de Zipaquirá en uno de los destinos más reconocidos del país.

Esa carrera ha sido enormemente exitosa; más de 13 millones de visitantes, de “diferentes latitudes”, han hecho el viaje bajo tierra. Pero las cifras no explican el magnetismo más profundo. La catedral no solo impresiona; reordena tu sentido de la escala. Los muros de sal no son decorativos; son a la vez masivos e íntimos, como caminar por una memoria mineral. Expertos en patrimonio en el International Journal of Heritage Studies han sostenido durante mucho tiempo que los lugares sobreviven al ser reinterpretados, no solo preservados. Zipaquirá ha hecho precisamente eso, convirtiendo su sustancia más identificadora, la sal, en una narrativa capaz de albergar devoción, turismo y orgullo nacional en un solo aliento.

Catedral de Sal, Zipaquirá, Colombia. Wikimedia Commons

Chicachica antes de Bogotá y la política del oro blanco

Mucho antes de que la catedral se convirtiera en un ícono moderno, la tierra tenía nombres y economías más antiguos. Zipaquirá fue conocida como Chicachica, un término chibcha que significa “pie del Zipa”, en referencia al primer asentamiento al pie del cerro del Zipa. Cerca de allí, una zona llamada El Abra, enmarcada por las Rocas de Sevilla, contiene evidencia de presencia humana de hace aproximadamente 13.000 años, incluyendo objetos de piedra y rastros materiales que luego se conectan con la cerámica muisca. Esa línea de tiempo profunda importa porque desafía la idea conveniente de que la historia de Colombia comienza con la llegada española; la catedral de sal se ubica en un continuo mucho más largo de adaptación, comercio y supervivencia.

En el altiplano cundiboyacense, la sal nunca fue solo un condimento. Era un suplemento que hacía la comida diaria más llevadera, un conservante que extendía los recursos escasos y una mercancía que unía regiones. Para el siglo XVI, la sal aparecía en pueblos como Nemocón, Tausa, Gachetá, Sesquilé y otros, pero las fuentes más densas se agrupaban en lugares que luego formarían la moderna Zipaquirá, incluyendo Pueblo Viejo y El Carmen. Lo que en un mapa parece geología, para las comunidades era un activo estratégico, uno que inevitablemente atrajo miradas externas.

Esas miradas llegaron con la conquista. En 1537, tropas españolas avanzaron hacia el territorio después de que Gonzalo Jiménez de Quesada encontrara personas transportando sal desde las minas de Zipaquirá, supuestamente cerca de Barrancabermeja, y reconociera las rutas comerciales como un mapa de entrada al mundo muisca. Se formó un corredor comercial a través del río Magdalena, no solo como geografía sino como infraestructura de control. Investigadores citados en el texto, como la arqueóloga Marianne Cardale Schrimpff, subrayan que la sal viajaba enormes distancias, llegando a zonas como la serranía del Opón y el puerto de la Tora sobre el Magdalena, y moviéndose hacia el sur en intercambios con pueblos indígenas, incluidos los Panches y Pijaos.

La producción misma tenía una filosofía social: colectiva, doméstica, de género. La antropóloga e historiadora Ana María Groot Sáenz enfatizó que la sal era producida por mujeres indígenas en sus hogares, con aguasal transportada en múcuras, vasijas de barro, durante al menos tres días. Varias familias vigilaban la cocción para mantener la temperatura constante, obteniendo unas cuatro arrobas en 18 múcuras. En una economía moderna obsesionada con la escala, ese detalle suena a reproche. Muestra un sistema basado en la atención cuidadosa, el trabajo compartido y la coordinación comunitaria, valores que siguen siendo legibles en la coreografía actual de la catedral, donde miles transitan por espacios confinados sin notar del todo que practican, una vez más, una forma de disciplina colectiva.

Pero los españoles sí lo notaron y organizaron el poder en torno a ello. Las encomiendas asignaron trabajo y tributo; en Zipaquirá, la encomienda fue otorgada a Juan de Ortega, y las órdenes religiosas entraron como administradoras de la fe, con los franciscanos llegando en 1550 y los dominicos en 1553. La corona pronto entendió que quien controlaba la sal controlaba una fuente de ingresos y un sistema alimentario. Las reformas cambiaron quién tenía el monopolio, y surgieron nuevas figuras, como el Corregidor, representante de la autoridad real con alcance administrativo y judicial, para reforzar el control sobre la producción y el intercambio. La sal se volvió más que un mineral; se convirtió en una herramienta para construir el estado colonial.

Catedral de Sal, Zipaquirá, Colombia. Wikimedia Commons

De encomiendas al turismo y la ética del descenso

La ciudad sobre la mina también fue diseñada bajo esa lógica. A finales del siglo XVI y principios del XVII, las autoridades españolas reestructuraron la vida indígena mediante el reasentamiento y la vigilancia, creando el marco del resguardo indígena y enviando funcionarios llamados oidores para censar y reorganizar comunidades. Entre 1593 y 1595, Miguel de Ibarra supervisó los traslados en el territorio muisca; en 1600, Luis Henríquez visitó Cipaquirá, criticó la deteriorada capilla que se usaba como granero y bodega, habló con caciques y capitanes, y el 18 de julio de 1600 trazó un nuevo pueblo bajo el nombre de Zipaquirá. Incluso las dimensiones de la iglesia, 8 metros de ancho, 42 de largo, 5 de alto, señalan cómo lo espiritual y lo administrativo se construyeron juntos.

Con el paso de los siglos, también cambió la tecnología, y la “carrera” de la sal volvió a transformarse, de la producción doméstica y el tributo al proceso industrial. El texto sitúa a Alexander von Humboldt a inicios del siglo XIX, resaltando los peligros de la extracción a cielo abierto y abogando por el uso de galerías subterráneas. Recomendó cambios que suenan técnicos pero eran realmente políticos: más eficiencia, menos derrumbes, mayor control. Según Alberto Corradine, “poco a poco fue desapareciendo la tradición indígena” a medida que se abrían nuevos túneles y sistemas reemplazaban las prácticas antiguas. En 1803, Francisco Javier García introdujo los hornos de reverbero; para 1817 ya se usaban calderas metálicas; para 1837, el carbón reemplazó la leña. La voz de la mina cambió del trabajo comunal al ritmo industrial.

Luego aparece una figura que encarna la historia recurrente de América Latina, donde la experticia llega como promesa y como ruptura: Jacobo Wiesner, formado en física, química, matemáticas, mineralogía y mecánica, impulsó nuevos diseños de hornos y formalizó galerías subterráneas. En 1816 abrió el socavón de Rute; tras la Batalla de Boyacá en 1819, Simón Bolívar lo nombró Director General de Salinas. Siguieron más túneles: Guazá en 1834, El Manzano en 1855, Potosí en 1876, y la mina se convirtió en un sistema, una red de caminos bajo tierra que reflejaba las rutas que se extendían en la superficie para llevar la sal hacia afuera.

La Colombia moderna está estratificada con aún más cambios. Bajo la presidencia de Rafael Reyes, la reestructuración administrativa ayudó a redefinir la gobernanza regional, y en 1905 se creó el Departamento de Quesada, vinculando a Zipaquirá con proyectos estatales más amplios. Para 1937, el pavimento y la infraestructura de tuberías reemplazaron el antiguo sistema de transporte de salmuera, cambiando bueyes por camiones y transformando el paisaje urbano. La sal moldeó el urbanismo: calles, plazas, mercados, caminos reales, incluso una estación de tren. El éxito moderno de la catedral se asienta sobre esa larga acumulación de decisiones políticas, regímenes laborales y apuestas de infraestructura.

Y sin embargo, la catedral hoy plantea una pregunta que las estadísticas no pueden responder: ¿qué significa consumir patrimonio sin agotarlo? Revistas como el Journal of Cultural Heritage Management and Sustainable Development han explorado cómo los sitios que mezclan significado espiritual con turismo masivo enfrentan una tensión constante entre la reverencia y el ingreso, entre el acceso y la preservación. En Zipaquirá, ese dilema no es abstracto. La catedral está tallada en un depósito vivo, y el entorno es parte del mensaje. Los muros de sal no son un telón de fondo; son el archivo.

Por eso, la lectura más humana de la Catedral de Sal de Zipaquirá no es la de un espectáculo, sino la de una filosofía. Enseña que la riqueza de Colombia a menudo ha sido extraída del suelo, por manos indígenas, por sistemas de coerción, por la industria moderna, y que cada extracción deja una huella social. Al recorrer esos pasillos iluminados, puedes sentir las contradicciones del país: devoción junto al comercio, belleza junto a la explotación, orgullo nacional junto a una historia sin resolver. La catedral no resuelve esas tensiones. Simplemente las contiene, a 180 metros bajo tierra, donde la montaña parece decir lo que la región siempre ha sabido: nada valioso llega sin un costo, y nada duradero sobrevive sin ser reinventado.

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