Guatemala aprende a bailar con la muerte, la memoria y las historias inconclusas

En tres relatos largos y conmovedores, el escritor guatemalteco Arnoldo Gálvez Suárez transforma la muerte de condena en ajuste de cuentas. Como le dijo a BBC Mundo, la soledad pandémica, las cosmovisiones mesoamericanas y el pasado irresuelto de Guatemala se entrelazan en un libro que nos invita a vivir de cara al final.
Bailar con la muerte, rechazar la desesperanza
¿Cómo hacerse amigo de aquello que nos termina? ¿Cómo sentarse junto al morir de otro sin apartar la mirada? En Alguien bailará con nuestras momias, Arnoldo Gálvez Suárez responde con una audacia serena: no se derrota a la muerte; se coreografía alrededor de ella. El tríptico —“La era glacial”, “Para eso están los amigos” y “Todo lo que no se sabe”— fue escrito “casi simultáneamente”, contó a BBC Mundo, durante un silencio pandémico que hacía que cada reloj sonara más fuerte.
El tono es melancólico, pero rehúye el gran dramatismo romántico que suele devorar a la elegía. “Muy pronto me di cuenta de que el libro también respondía a la antigua relación de las culturas mesoamericanas con la muerte”, dijo, contrastando ese horizonte con la obsesión occidental por la aniquilación. Lo que surge no es la muerte como espectáculo, sino lo que él llama “una muerte discreta”: ordinaria, íntima, aceptada con una paradójica “gozosa resignación”.
Incluso el título insiste en ese abrazo. Alguien bailará con nuestras momias. La fricción entre las palabras —bailar y momias— declara el punto: celebración junto a la mortalidad, no negación frente a ella. Los relatos rechazan la tarea imposible de conquistar el final y plantean la vivible: ¿cómo caminar hacia él sin mentiras? En “La era glacial”, dos hombres ya lejos de la juventud se encuentran por última vez, ambos gravemente enfermos, uno devastado por el cáncer y sereno ante la única elección que cree que le queda. La escena es sencilla y devastadora.
Habla de la agencia como un regalo final: si una vida vivida en los propios términos puede incluir elegir los términos de la propia muerte. Gálvez Suárez no sermonea; escucha. “En este caso, me pareció inevitable darle la razón”, contó, enmarcando el consentimiento dentro de un sufrimiento que ha hecho la vida insoportable. En el mismo aliento, una frase casi como bendición: no hay vergüenza en envejecer. Confiesa que se la repite a sí mismo. Detrás de la guerra multimillonaria contra la vejez, sugiere, se agazapa un temor mucho más antiguo. “Detrás de nuestra guerra contra el envejecimiento está el miedo a la muerte”, dijo, “y ese miedo está en la base de muchas de las grandes empresas de la humanidad”.
La memoria, también, es aquí una ética. Sus protagonistas se preocupan menos por la fama que por el residuo. ¿Qué queda de mí? Un cantautor célebre en “La era glacial” espera que sus canciones lo sobrevivan, una pequeña balsa para los vivos.
El hombre a su lado —figura de los estratos más complejos del poder— ya ha hecho las paces con dejar “una estela de muerte, violencia y sufrimiento”, como dijo Gálvez Suárez. La pareja es brutalmente honesta: un legado consuelo, un legado espectro. Ambos son respuestas a las mismas preguntas murmuradas en ventanas de hospital y mesas de cocina: ¿mi vida tuvo sentido? ¿Cumplí un propósito? ¿Qué perdura cuando me vaya?
El asesinato de un cantor y la vergüenza pública de un país
El cantante en esas páginas tiene su semilla en una mañana que Guatemala no ha olvidado. En 2011, el trovador argentino Facundo Cabral fue asesinado a tiros en Ciudad de Guatemala—un atentado que los investigadores luego rastrearon hasta una venganza entre mafias dirigida al empresario que lo acompañaba. Pero el shock fue mayor que el expediente.
“Fue la culminación de un período de violencia absolutamente exacerbada”, contó Gálvez Suárez, una fractura en una larga y frágil “paz mafiosa”. Ese día, frente a la estación de bomberos donde yacía el cuerpo de Cabral, vio llegar multitudes con una emoción inusual en la vida pública: vergüenza. “Nunca había presenciado una manifestación pública de vergüenza y culpa como esa”, dijo. Desconocidos pedían disculpas a Argentina, a América Latina, al mundo cultural—como si la ciudad misma hubiera fallado a un invitado en su mesa.
Desde esa calle comenzó a imaginar otro escenario. En la ficción, Cabral se convierte en Santiago Arrabal, una leyenda argentina en gira de despedida que se cruza con un hombre de su propio pasado—un amigo cuyo camino derivó en el crimen organizado. Lo real se sublima; el duelo no. El encuentro permite al novelista hacer lo que tribunales y titulares no: sentar dos historias juntas y dejar que luchen por respirar en la misma habitación.
La pregunta no es si el arte puede sanar la violencia—no puede—sino si puede sostenerla lo suficiente para que el sentido se forme alrededor del daño. En manos de Gálvez Suárez, la escena es menos una respuesta que una vigilia: ¿qué significa encontrarse con el pasado en presente, y qué puede hacer la canción cuando el aire mismo está magullado?
Clase, color y quién hereda el poder
Si la muerte es la gravedad de Alguien bailará con nuestras momias, la clase y la raza son sus vientos dominantes. “Para eso están los amigos” vibra con la nota grave del narcotráfico. Pero la melodía es la intimidad torcida por la desigualdad—cómo los apellidos, las fortunas y, en Guatemala, los fenotipos, coreografían la sala antes de que se pronuncie palabra alguna.
“Eso es cierto en muchos lugares”, dijo, “pero sobre todo en Guatemala”, donde las clases dominantes descienden del privilegio colonial y han perfeccionado su control durante siglos. El racismo, argumenta, se volvió un pilar ideológico: la historia que hizo que las fortunas parecieran naturales y las redes, predestinadas. Incluso cuando nuevos capitales y centros de poder disputan al viejo orden, “la estructura sigue más o menos igual”, señaló, y la sociedad continúa asociando ciertos rostros, ciertos cuerpos, con la autoridad y el dinero.
¿Qué lo rompe? No pretende tener fórmula. Señala, en cambio, cuarenta años en que los pueblos originarios se han organizado, resistido y abierto camino en la conversación nacional con una paciencia que es su propio genio. El progreso es real; la montaña es alta. Para cualquiera criado en el cojín de la clase, el despertar puede ser violento.
Recuerda el momento sin adornos: tenía catorce años cuando se firmaron los Acuerdos de Paz en 1996, y de pronto entendió, dijo, “los horrores de la guerra”. Ese shock es una pequeña teoría de la historia: la ignorancia privada chocando con la verdad pública. Comportamientos que empiezan como personales—a quién se elige de amigo, cómo se habla a un mesero—se revelan como ecos sociopolíticos, la larga resonancia de la violencia política.
Vuelve, una y otra vez, a 2013, cuando Guatemala hizo algo que casi ninguna nación hace: procesó a Efraín Ríos Montt por genocidio en sus propios tribunales. Por un instante, el pasado se sostuvo erguido en una sala. Y luego la Corte de Constitucionalidad anuló la sentencia. La fractura expuso una pantalla partida nacional: aun con víctimas testificando, muchos prefirieron la negación.
“Esta incapacidad de aceptar los horrores del pasado, y sus consecuencias, se ha vuelto esencial en mis intereses literarios”, contó. Su novela Puente adentro (2015) tradujo esa ceguera a una familia: un hijo luchando por comprender el asesinato de su padre en 1989—otro secreto que fermentó en silencio dentro del hogar.
Silencios familiares, trauma nacional y el trabajo de la memoria
La política en estos relatos suele llegar por la puerta de la cocina. Hermanos discuten sobre exhumaciones. Viejos amigos recuerdan la misma noche y discrepan sobre lo que les hizo. Hijos se estrellan contra la pared de lo que sus mayores callan.
“Las conversaciones entre hermanos son muy reveladoras”, dijo. Dos personas comparten una infancia, acuerdan los hechos; sus interpretaciones—la física emocional de esos hechos—divergen hasta sentirse como historias totalmente distintas. Esa doble visión es más que un motivo; es un modelo para Guatemala, donde comisiones de la verdad, tribunales y plazas brindan un escenario común pero aún no una narración familiar.
“Todo lo que no se sabe”, la joya final y brutal del tríptico, se hunde en ese silencio. Dos hermanos se reencuentran para trasladar los restos de su madre y evitar que comparta nicho con el hombre que la maltrató, bebió y los engendró.
La trama es procedimental—permisos, nichos, fecha en el cementerio—pero la tensión está en lo que no pueden decir. Sus omisiones son una lección de anatomía de cómo la violencia anida en la familia y pasa como tabú—cómo la negativa de una nación a nombrar la herida se convierte en la negativa de un hogar a pronunciar el moretón. Desde los Acuerdos de Paz, contó, Guatemala ha cambiado la forma de hablar de su pasado, aunque “no ha sido suficiente”.
Llama al juicio por genocidio el hito más importante del país hasta ahora: un momento en que el espejo no parpadeó. Pero teme el reflejo posterior: la urgencia de “pasar la página”, de confundir tiempo con sanación. El trauma no resuelto no se desvanece; fermenta. “Podrían pasar cien años”, dijo, “y seguirá operando”.
A lo largo de Alguien bailará con nuestras momias, la forma sigue esa verdad. La prosa resiste la tesis y prefiere el encuentro—habitaciones donde los personajes deben elegir cómo vivir con lo que ya ocurrió, a ellos y a otros.
Hay ternura doliente en la discusión de los amigos enfermos sobre agencia y dignidad en “La era glacial”, claridad dura en cómo el privilegio recubre cada intercambio en “Para eso están los amigos”, y un temblor de reconocimiento en la logística minuciosa de los hermanos en “Todo lo que no se sabe”. La muerte es un catalizador, no una conclusión. La pregunta no es si moriremos. Es quién nos volvemos una vez dejamos de fingir que tenemos todo el tiempo del mundo.
Por eso el título suena como campana. Bailar con nuestras momias es admitir un hilo entre el duelo privado y la historia pública; es recordar como ética, no solo como sentimiento. En un país donde el pasado regresa tan a menudo como la lluvia, Gálvez Suárez no prescribe reconciliación; prepara la pista.
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Como dijo a BBC Mundo, las cosmovisiones mesoamericanas, la escritura pandémica y las cuentas pendientes de Guatemala se entrelazan en estas páginas. Los pasos no son fáciles, pero son compartidos: una mano extendida, un giro, una pausa. El baile no es victoria sobre la muerte; es fidelidad a los vivos. Y en Guatemala, donde los fantasmas se sientan cerca de la puerta, es una forma de decir: te vemos, te recordamos y no fingiremos lo contrario.