VIDA

Sumapaz después de las armas: En las tierras altas de Colombia, la memoria y la leche fluyen juntas

La planicie alpina más extensa de Colombia alguna vez resonó con disparos. Hoy, en Sumapaz, sobrevivientes de la guerra están reclamando la tierra —y su historia— a través de vigilias, agricultura sostenible y testimonio. La sanación aquí no es ruidosa ni lineal. Ocurre una verdad, un potrero a la vez.


De territorio estratégico a hogar arrasado

A simple vista, Sumapaz parece una postal: un mar de frailejones que se extiende hacia las nubes, neblina sobre campos de papa, vacas pastando bajo la luz de glaciares. Pero durante décadas, este distrito rural al sur de Bogotá estuvo lejos de ser pacífico.

En los años 90 y 2000, Sumapaz se convirtió en campo de batalla. Quien controlara sus carreteras de cresta, controlaba el acceso a la capital de Colombia. Por eso, cuando el ejército lanzó la Operación Colombia en 1990, las guerrillas de las FARC no se retiraron—se atrincheraron. Emboscadas, minas antipersonales y desapariciones forzadas convirtieron el páramo en un corredor de muerte.

Isis Katherine Espitia, quien perdió a su madre, la concejala Fanny Torres, a manos de hombres armados en 2009, recuerda esa época con detalle. “Fuimos víctimas de ambos lados”, dijo a EFE. El ejército veía a los campesinos como simpatizantes de la guerrilla. Los rebeldes veían a cualquier persona con cargo público o título legal como una amenaza.

En el pico de la violencia, 10.000 personas quedaron atrapadas y alrededor del 22% de la población huyó. Las vacas quedaron vagando. Las campanas escolares dejaron de sonar. Y cada amanecer traía más temor que esperanza.


Remendar la vida

El asesinato de Torres no fue un hecho aislado. Fernando Morales, otro concejal, fue abatido junto a ella. Un año antes, Guillermo Leal Mariño fue secuestrado y posteriormente hallado muerto tras ser llevado por guerrilleros de las FARC. No fueron solo asesinatos políticos—fueron golpes mortales para la estructura de una comunidad diminuta.

Carmen López, viuda de Leal, recuerda cómo todo se desmoronó: “Se acabaron los eventos culturales. Se disolvieron los colectivos de mujeres. Murió la economía.”

Hoy lidera la Mesa de Participación Efectiva de Víctimas, organizando círculos de terapia y vigilias con velas. No son simples rituales—son costuras lentas en el tejido cívico de la comunidad. Psicólogos de la Universidad Nacional documentan estos actos como herramientas vitales de “afrontamiento colectivo”.

En términos académicos, esto se llama “interdependencia cotidiana”. En palabras de Carmen, es sobrevivencia. “Nos tocó sostener todo cuando los hombres estaban peleando, desaparecidos o con miedo de hablar”, dice.

El resultado es algo raro en zonas de posconflicto: un trabajo de memoria liderado no por foráneos, sino por las mismas mujeres que cuidaron a los heridos y enterraron a los muertos.

EFE/ Jorge Gil

Justicia con toga y botas de caucho

En junio ocurrió algo histórico. Una caravana de camionetas subió por la montaña. A bordo iban jueces de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), el tribunal transicional creado por el acuerdo de paz de 2016. No llegaron solo a escuchar, sino a acreditar formalmente a Sumapaz como comunidad víctima.

El magistrado Camilo Suárez explicó el significado: no se trata solo de darles la palabra a los sobrevivientes, sino de otorgarles la capacidad legal para exigir reparaciones: carreteras, escuelas, clínicas y, sobre todo, reconocimiento público.

Para López, que solía esconderse al oír botas acercarse, ver jueces con toga en la plaza del pueblo fue surreal. “Por fin creemos que la justicia puede subir hasta aquí”, dijo.

La jurista Catalina Botero calificó la acreditación como “una reversión de años de estigmatización.” Ya no son bastiones guerrilleros—son reclamantes legales que piden al Estado colombiano reconocer el peso de su silencio.


Entre la memoria y la leche: un futuro en construcción

La sanación no ocurre solo en los tribunales. También se ve en los campos, donde la producción de leche empieza a recuperarse, aunque los senderos de pastoreo aún están minados. La Oficina de Acción Integral contra Minas de Colombia tiene 47 tareas de desminado pendientes en Sumapaz.

Pero la recuperación no consiste solo en volver al pasado, sino en adaptarse a nuevas amenazas. Con el cambio climático reduciendo el deshielo glacial, el suelo frágil del páramo enfrenta erosión y escasez de agua. Por eso, las cooperativas locales combinan fondos para la paz con talleres agroecológicos. Los campesinos aprenden riego por goteo, rotan quinua en sus campos de papa y monitorean la salud del suelo con el mismo cuidado con que antes observaban las rutas de patrullaje.

El próximo hito en Sumapaz será una audiencia de esclarecimiento de la verdad con excomandantes de las FARC. Espitia quiere preguntar: ¿por qué mi madre? López quiere una declaración pública de que concejales como el suyo no eran espías enemigos. “Necesitamos que lo digan, en voz alta, para que nuestros hijos dejen de cargar con la culpa”, insiste.

Los expertos en justicia transicional coinciden: las reparaciones simbólicas importan. No reemplazan lo perdido, pero abren espacio para que algo nuevo crezca.

Al amanecer, Sumapaz aún vibra con cencerros y escarcha, pero ahora hay un ritmo—uno marcado por horarios de potrero, asambleas estudiantiles y vigilias conmemorativas. Los fusiles se han ido, pero el duelo permanece. También la fortaleza.

Allá abajo, en Bogotá, la mayoría de los 11 millones de habitantes probablemente nunca visiten el páramo, aunque técnicamente esté dentro del municipio. Pero el yogur que compran, el queso que cortan, y la leche que vierten en su café con leche a menudo vienen de allí.

Cada litro es prueba viva: la recuperación es real, aunque frágil—una vaca, una vigilia, una demanda legal a la vez.

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Créditos: Reportaje basado en entrevistas de EFE con Isis Katherine Espitia, Carmen López y el magistrado Camilo Suárez; datos de la Jurisdicción Especial para la Paz, la Oficina de Acción Integral contra Minas de Colombia y la Universidad Externado; análisis psicológico de la Universidad Nacional de Colombia y comentarios legales de Catalina Botero.

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