Superviviente colombiano del Gueto de Varsovia construyó un siglo de renovación

Samuel Gutman, sobreviviente del Gueto de Varsovia y empresario colombiano de larga trayectoria, murió en Bogotá a los 100 años. Uno de los últimos testigos vivos del Holocausto en el país, su siglo se extendió desde la Polonia ocupada por los nazis hasta una vida reconstruida con disciplina y dignidad en Colombia.
De una casa textil a una ciudad amurallada
Samuel Gutman nació en Varsovia el 13 de abril de 1925, en el seno de una familia dueña de un taller de cortinas en una ciudad donde la vida judía florecía en tiendas, sinagogas y escuelas. Ese mundo se derrumbó casi de la noche a la mañana con la invasión nazi. A finales de 1939, los judíos fueron obligados a portar brazaletes, expulsados de la mayoría de profesiones y confinados en un distrito cada vez más reducido.
El 16 de noviembre de 1940, se cerraron muros alrededor de casi un tercio de la población de Varsovia: unas 450.000 personas apiñadas en un espacio de menos del 3% del área de la ciudad. Seis o siete almas compartían habitaciones pensadas para dos. Las raciones equivalían a una dieta de hambre. Las enfermedades se propagaban sin control.
La propia familia de Gutman fue destrozada. Su hermano murió dentro del gueto. Su madre y dos hermanas fueron deportadas a Treblinka y asesinadas allí en el verano de 1942. Cargó con esa ausencia durante toda su vida. Sin embargo, incluso dentro de esos muros, la vida resistió la desesperanza. Escuelas clandestinas, movimientos juveniles, una orquesta sinfónica y el archivo de Oneg Shabat lucharon contra el borrado. La memoria se convirtió en un arma. Para el joven Gutman, sobrevivir significaba aferrarse a la verdad cuando todo conspiraba para silenciarla.
Escape bajo disfraz, servicio por convicción
Rechazando ser un número más en las listas de deportación nazi, Gutman se disfrazó. Se hizo pasar por un campesino católico polaco y escapó de la red asfixiante del gueto. Con una identidad falsa y el miedo constante a ser descubierto, logró salir del territorio ocupado y llegar finalmente a Suiza.
Desde allí no buscó solo refugio. Se alistó en las fuerzas aliadas, convencido de que servir era la única respuesta posible a la atrocidad. Con el uniforme, cargaba su dolor como lastre, recordatorio de dónde venía y a quiénes había perdido.
Para 1945, Europa era un cementerio de nombres, pueblos y comunidades enteras. Gutman fue de los pocos que pudieron comenzar de nuevo. Su padre, que había huido de Polonia al inicio de la persecución con planes de regresar por la familia, no logró salvar a los que quedaron atrás. En cambio, padre e hijo se reencontraron en Bogotá, transformando la pérdida en determinación para construir otra vez.
Una segunda patria, un testigo firme
En Colombia, Gutman abrazó el ritmo de la vida cotidiana. Trabajó, invirtió, formó una familia, pagó cuentas y se integró a la comunidad judía en Bogotá. Para sus pares, no era un hombre de discursos sino de presencia: firme, preciso, confiable.
La Confederación de Comunidades Judías de Colombia, al anunciar su muerte, lo llamó uno de los últimos sobrevivientes del Holocausto en el país, un puente entre la era del testimonio y un futuro en el que esas voces serán cada vez más escasas. Su vida encarnó lo que los inmigrantes tan a menudo aportan a sus nuevas patrias: la disposición a echar raíces profundas, incluso después de haber sido arrancados de la tierra una vez antes.
Los miembros de la comunidad recuerdan su testimonio como implacable. Contaba lo ocurrido sin adornos. Honraba los nombres de los perdidos. Recordaba a vecinos, amigos y estudiantes que sobrevivir no era solo mantenerse con vida, sino elegir vivir con gratitud, propósito y vigilancia.

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Por qué su siglo importa hoy
La tentación con una vida como la de Gutman es reducirla a un símbolo. Pero su historia hace lo contrario: humaniza la inmensidad de la historia. El Gueto de Varsovia no fue solo estadísticas o ruinas: fue hambre en el estómago, ausencia en la mesa, un taller familiar convertido en escombros. Gutman llevó ese conocimiento a cada mañana colombiana en que abría su libro de cuentas, a cada fiesta que celebraba, a cada relato que compartía.
Su siglo enseña que la verdad debe guardarse con precisión—nombres, fechas, lugares—para que la negación no encuentre espacio donde crecer. Advierte cuán rápido las leyes pueden convertir a vecinos en objetivos. Y muestra lo que ganan las sociedades cuando abrazan a los sobrevivientes no como reliquias de la tragedia, sino como ciudadanos que dan forma al presente.
Para Colombia, la vida de Gutman es prueba de que su identidad tiene lugar para quienes llegan con nada más que memoria y determinación. Cruzó un océano, reconstruyó un negocio, aportó a su comunidad y se convirtió en un ancla de continuidad para un pueblo disperso por la violencia.
Cuando cumplió 100 años a principios de este año, la celebración fue más que longevidad. Fue una declaración: que un niño que una vez enfrentó el exterminio pudo vivir para ver a sus bisnietos, y que la memoria puede sobrevivir a la tiranía.
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El siglo de Samuel Gutman ha terminado. Sus responsabilidades permanecen. Recordar, con cuidado. Vivir, con propósito. Proteger la dignidad que las dictaduras siempre buscan abaratar. Vio alzarse y caer los muros del gueto. Cruzó continentes y eligió construir. En un mundo tan rápido para olvidar, su decisión de vivir con fidelidad es su última y perdurable palabra.