En la mira en el desierto: Cómo agentes estadounidenses se volvieron contra los humanitarios en la frontera con México

En las tierras fronterizas abrasadas por el sol de Arizona, una voluntaria de 74 años que entregaba agua a migrantes fue arrojada al suelo a punta de pistola por agentes federales encubiertos, lo que plantea preguntas urgentes sobre la justicia, la identidad y si la compasión misma se está convirtiendo en un crimen.
Una misión de misericordia termina con armas y esposas
Durante más de una década, Gail Kocourek recorrió los mismos caminos polvorientos cerca de Sasabe, Arizona, transportando garrafones de agua y frijoles al desierto. Abuela y voluntaria de larga data con el grupo Samaritans, era conocida por nombre entre los agentes de la Patrulla Fronteriza. Pero el 12 de marzo, todo en lo que confiaba se desmoronó en una nube de polvo y terror.
Aquella tarde, Kocourek y dos voluntarios respondieron a la noticia de que uno de sus depósitos de agua había sido vandalizado—destruido en vivo en redes sociales por supuestos vigilantes. Condujeron hacia la zona agreste buscando daños. Pero en lugar de un barril roto, se toparon con hombres armados junto a una camioneta. Sin uniformes. Sin placas. Al creer que eran vigilantes, el grupo dio vuelta hacia el muro fronterizo.
Entonces comenzó la persecución. Un sedán sin identificación se acercó velozmente por detrás. Kocourek pisó el acelerador de su Subaru, con el corazón retumbando mientras veía armas por el retrovisor. “Le grité a mi amiga que llamara a la Patrulla Fronteriza”, contó a EFE con voz temblorosa.
Finalmente encontraron un agente—alguien con uniforme. El alivio se tornó en incredulidad cuando el oficial les ordenó apagar el motor. Los perseguidores bajaron del coche, apuntaron con armas y sacaron a los voluntarios a la fuerza. Sólo una vez esposados en el suelo, los agresores se identificaron: eran agentes de Homeland Security Investigations (HSI). Sin orden judicial. Sin cargos claros. Solo una declaración fría: “intento de asesinato de un oficial federal.”
Un caso de derechos civiles nacido en la arena
La historia pudo haber terminado ahí—otro encuentro aterrador en la frontera—pero Kocourek y el voluntario Evan Spry, quien filmó el arresto hasta que los agentes le confiscaron el teléfono, decidieron contraatacar. Han presentado una demanda federal, exigiendo más de $500,000 por arresto ilegal, uso excesivo de fuerza y violaciones constitucionales.
“No me importa el dinero”, dijo Kocourek a EFE. “Me importa el mensaje. Si esto le puede pasar a una abuela de 74 años, ¿qué crees que les están haciendo a los migrantes mexicanos en la oscuridad?”
Grupos de derechos humanos afirman que esto es solo el último caso de un patrón preocupante. María Eugenia Carrasco, de la Coalición de Derechos Humanos de Arizona, ha documentado numerosos casos de migrantes y voluntarios atacados por hombres con equipo táctico y camionetas con placas mexicanas, sin identificación. “Podrían ser ICE o un cartel. ¿Quién puede distinguir ya?”, dijo. Las tácticas difuminan los límites entre la ley y la intimidación—lo que Carrasco ahora llama “secuestro legalizado.”
Con la retórica de línea dura impulsada por la administración Trump alimentando estas operaciones, grupos humanitarios temen que el desierto se esté convirtiendo en un vacío constitucional, donde ayudar a otros pronto podría tratarse como un delito grave.
La guerra contra la migración choca con la obra de una vida
Kocourek no es ingenua. Lleva doce años recorriendo un desierto donde cada año mueren cientos de migrantes. Conoce el peligro de los vigilantes, el dolor de los “senderos de muerte” y el lento despojo de humanidad en la política migratoria estadounidense. Pero nunca pensó que se convertiría en enemiga.
Su misión solía ser simple. Llenar el Subaru con agua. Conducir hasta donde el GPS indica pasos migratorios. Dejar comida, calcetas limpias y tarjetas plastificadas explicando derechos. Ofrecer una oración. Regresar a casa.
Pero en los últimos años, el terreno cambió. Barriles de agua destruidos. La seguían hasta su casa—los ranchos se llenaron de milicias. “Hay una frialdad en el aire ahora”, dijo. “Una sensación de que la bondad es subversiva.”
La emboscada de marzo dejó ese mensaje claro. “Agentes del gobierno que ocultan sus rostros no están protegiendo al país,” afirmó Kocourek. “Están imitando el mismo terror que dicen combatir.”
Los expertos legales coinciden. Carlos Domínguez, profesor de la Universidad de Arizona, dice que acusaciones como intento de asesinato requieren pruebas de que los sospechosos sabían que sus perseguidores eran agentes. “Eso es casi imposible cuando aparecen como fantasmas”, dijo a EFE.

Trazando la línea en la arena del desierto
A pesar de las pesadillas y el trauma persistente, Kocourek no ha terminado. Cuando baje el calor de julio, regresará a los senderos con nuevos protocolos: cámaras corporales, números de emergencia pregrabados y una regla—no interactuar sin credenciales visibles.
Su determinación es más fuerte que nunca. “Los migrantes mexicanos siguen cruzando cañones de 40 grados. Siguen necesitando agua.”
Spry, aunque más joven, siente la misma inquietud. “Antes saludábamos a la Patrulla Fronteriza,” dijo. “Ahora miramos cada parabrisas preguntándonos quién está detrás del cristal.”
El grupo de Carrasco ahora capacita a voluntarios en tácticas de seguridad. En Nogales, residentes han reportado recientemente a hombres que se hacen pasar por empleados de la compañía eléctrica, captados por cámaras de timbre, con audífonos y botas militares. El FBI está revisando las grabaciones.
En Phoenix, legisladores latinos exigen una investigación del Congreso sobre el aumento de tácticas encubiertas de aplicación de la ley. “La línea entre justicia e intimidación está desapareciendo,” advierte su carta abierta.
De vuelta en el desierto, las lluvias monzónicas hacen florecer flores silvestres donde antes se desvanecían huellas. En un punto del sendero, aparece un barril azul con una cruz roja y una nota:
“Para mis hermanos mexicanos—que el agua les salve la vida.”
Para Kocourek, es una rebelión silenciosa.
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“El desierto ya nos quita demasiado,” dijo, con las palmas unidas como en oración. “No podemos dejar que también nos quite nuestra humanidad.”