AMÉRICAS

Guerreros colombianos y relatos olvidados de la lejana guerra de Corea

Envuelto en las brumas del tiempo, el papel de Colombia en la Guerra de Corea sigue siendo un capítulo poco contado de la historia internacional. Alianzas sorprendentes, batallas desesperadas e intrigas políticas alimentaron una intervención latinoamericana única que daría forma, para siempre, al posicionamiento global de Colombia.

Semillas del conflicto en una península dividida

Pocos lugares quedaron tan profundamente sacudidos por las secuelas de la Segunda Guerra Mundial como la península de Corea. Devastada tras 35 años de dominio colonial japonés, Corea se encontró dividida al cierre de 1945, separada a lo largo del Paralelo 38 por dos superpotencias: la Unión Soviética al norte y los Estados Unidos al sur. Las tensiones se convirtieron en una división formal en 1948, cuando emergieron dos gobiernos separados: la República de Corea (ROK) liderada por Syngman Rhee y la República Popular Democrática de Corea (RPDC) dirigida por Kim Il-sung.

Bajo las tormentas incipientes de la Guerra Fría, Kim Il-sung —con el respaldo de aliados soviéticos y chinos— vio la mitad sur de la península como un objetivo listo para ser conquistado. El 25 de junio de 1950, las fuerzas norcoreanas cruzaron el Paralelo 38 en una ofensiva sorpresa, con el objetivo de derrocar al naciente gobierno del sur. El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (CSNU) condenó casi de inmediato la invasión. Crucialmente, la Unión Soviética se encontraba boicoteando el CSNU por la representación de China, lo que permitió que se aprobara una resolución en la que se calificaba al Norte como agresor y se convocaba a los Estados miembros a defender a la ROK.

Dieciséis naciones respondieron a ese llamado, formando el Comando de las Naciones Unidas (UNC) y enviando tropas o fuerzas navales para ayudar a Corea del Sur. Sin embargo, entre los países latinoamericanos —una región cortejada por Estados Unidos en busca de apoyo— solo uno envió fuerzas de combate: Colombia. Al hacerlo, el gobierno de Laureano Gómez colocó a Colombia en rumbo de colisión con la historia, forjando una historia de valor, motivaciones políticas y, en última instancia, un sacrificio mayormente olvidado por la comunidad internacional.

Una decisión audaz: Colombia entra en la contienda

Cuando estalló la Guerra de Corea, América Latina permanecía en gran medida al margen del conflicto global. Aunque muchos países apoyaron públicamente la postura de las Naciones Unidas, se mostraron reacios a enviar tropas al extranjero. Las limitaciones económicas, la política interna y el temor a agotar recursos militares ya escasos hacían improbable una participación activa. La presión de Washington poco hizo para cambiar esa postura más allá de un apoyo humanitario o moral general.

No obstante, el nuevo presidente de Colombia, Laureano Gómez —un ferviente anticomunista— eligió un camino distinto. Bajo su liderazgo, el gobierno colombiano se alineó más estrechamente con los intereses estadounidenses, en parte para asegurar ventajas diplomáticas y militares en la región. Gómez consideraba que una postura firme contra el comunismo en el ámbito internacional mejoraría la posición de Colombia y fortalecería los vínculos con Estados Unidos. Esos vínculos facilitarían la obtención de armamento moderno.

La decisión tuvo múltiples motivaciones. En el plano interno, Colombia enfrentaba una agitación creciente, incluyendo guerrillas liberales y comunistas, consideradas amenazas existenciales por el gobierno conservador. Obtener armas modernas y entrenamiento estadounidense resultaba una oportunidad estratégica, incluso con pagos aplazados. La posibilidad de que soldados colombianos entrenados en combate regresaran mejor preparados para enfrentar las insurgencias internas era, para la administración Gómez, una ventaja clave.

El 26 de diciembre de 1950, Colombia desplegó formalmente el “Batallón Colombia”, una unidad de alrededor de 1.070 efectivos para integrarse al UNC. Además, el país envió una unidad naval. Estas fuerzas llegaron a los teatros de guerra coreanos tras preparativos apresurados y apoyo logístico de Estados Unidos. Aunque opacada por los ejércitos de naciones más grandes, la presencia colombiana pronto dejaría su huella en tierra y mar.

Combates en suelo extranjero: El Batallón Colombia hace historia

Los primeros meses del contingente de infantería en Corea fueron duros. Los hombres del Batallón Colombia se vieron inmersos en un conflicto lejano contra los ejércitos norcoreanos y, en etapas posteriores, fuerzas “voluntarias” chinas. Faltaban equipos para el frío, y el terreno montañoso coreano era difícil para soldados sin experiencia en esas condiciones. No obstante, los colombianos se adaptaron rápidamente, ganando reputación por su disciplina y resistencia bajo fuego.

A pesar de su tamaño limitado, los soldados del Batallón Colombia participaron en batallas cruciales. Ayudaron a frenar ofensivas comunistas y defendieron colinas estratégicas durante numerosos enfrentamientos. Representaban un grupo latino, lo cual acentuaba el alcance de su compromiso contra el comunismo. Aunque no figuran con frecuencia en los registros más destacados, los soldados aliados los respetaban. Relatos históricos destacan su firmeza en condiciones adversas y su negativa a ceder terreno.

Colombia sufrió numerosas bajas. Al finalizar la guerra, los registros oficiales reportaban aproximadamente 163 muertos, 448 heridos, 30 prisioneros y 60 desaparecidos. Quienes sobrevivieron regresaron con entrenamiento avanzado, nuevo armamento y la noción de haber defendido la “civilización cristiana”, como lo afirmaba el gobierno de Gómez. Ideológicamente, se les decía que defendían la democracia; en la práctica, su participación también estrechó la relación bilateral con Estados Unidos.

Mientras la brutalidad de la guerra persistía, las hazañas del Batallón Colombia llegaban a Bogotá. La propaganda oficial destacaba el valor de la unidad, reforzando la postura anticomunista de Gómez. Padres, esposas e hijos en Colombia seguían los relatos de prensa sobre “sus muchachos”, que combatían en un lugar que probablemente jamás habían oído nombrar. El conflicto se convirtió en una plataforma para que Colombia buscara proyectarse como un aliado confiable del bloque occidental.

U.S. Defense Imagery [1] photo VIRIN: 80-G-437669/HN-SN-98-07182; U.S. National Archives

La apuesta naval de Colombia: Fragatas en aguas del Lejano Oriente

Entretanto, la contribución naval de Colombia suele quedar aún más olvidada en el recuento de su participación en la Guerra de Corea. Aunque su flota era modesta, el gobierno decidió enviar al menos un buque de guerra al frente bajo el decreto presidencial de octubre de 1950. Inicialmente, se seleccionó la fragata ARC Almirante Padilla. Era una embarcación clase Tacoma, adquirida de la Marina de EE. UU., ideal para operaciones antisubmarinas y patrullaje, funciones clave para las operaciones marítimas del UNC en aguas coreanas.

Zarpando formalmente el 1 de noviembre de 1950, el ARC Almirante Padilla se dirigió a San Diego para mantenimiento, mejoras y entrenamiento de la tripulación bajo supervisión estadounidense. El capitán Julio Reyes lideró a 190 marinos colombianos, muchos de ellos sin experiencia internacional. Su misión: integrarse a la Fuerza de Tarea 95 (TF-95) de la Séptima Flota de EE. UU. Esta fuerza tenía como objetivos principales el control marítimo, el cumplimiento del bloqueo y operaciones de escolta. Junto a fuerzas británicas y estadounidenses, la TF-95 se encargaba de obstaculizar el suministro enemigo, dificultar movimientos costeros y apoyar operaciones anfibias en la península.

Eventualmente, dos fragatas clase Tacoma más se unieron al grupo naval colombiano: la ARC Capitán Tono (ex USS Bisbee) y la ARC Almirante Brión (ex USS Burlington). Estas tres fragatas conformaron el aporte marítimo colombiano a la presencia naval masiva de la ONU. En el punto álgido de la guerra, casi 300 buques de guerra de la ONU aplicaban bloqueos incesantes y bombardeaban posiciones enemigas, limitando la capacidad de maniobra y suministro de la RPDC.

Aunque eclipsadas por las enormes marinas de Estados Unidos y Gran Bretaña, las naves colombianas mostraron iniciativa. Realizaron patrullajes, escoltaron convoyes y hostigaron instalaciones enemigas en tierra. Se adaptaron rápidamente a la disciplina y exigencias técnicas de la guerra naval multinacional. Operando lejos de su entorno caribeño, aprendieron operaciones en aguas frías frente a las costas coreanas. Los comandantes aliados valoraron su disposición a asumir misiones riesgosas, desde patrullas antisubmarinas hasta interdicciones marítimas.

Los marinos colombianos mejoraron su puntería con cañones de doble propósito (superficie y aire), perfeccionaron el uso de explosivos subacuáticos y refinaron su coordinación marítima. El deber de bloqueo continuó bajo la TF-95, un componente crucial mientras las batallas terrestres fluctuaban. Las lecciones aprendidas influyeron directamente en la modernización de la marina colombiana, especialmente porque regresaron con tácticas actualizadas y nuevo equipamiento.

El General estadounidense James Van Fleet entrega la Citación Presidencial de Unidad a la bandera colombiana, en reconocimiento a los actos de heroísmo y valor demostrados por las tropas durante la Guerra de Corea, en una ceremonia celebrada el 9 de diciembre de 1952. El teniente Edgardo Vallejo porta el estandarte. [Sargento GILBERTO DÍAZ VELASCO]

Legado y ecos de un capítulo olvidado

En 1953, un armisticio puso fin a la mayor parte de los combates activos en Corea, aunque nunca se firmó un tratado de paz. Para Colombia, el final de la guerra significó el regreso de miles de soldados y marinos, pero no sin cicatrices. Los registros oficiales citan más de un centenar de muertos, decenas de desaparecidos y numerosos heridos. Las fuerzas navales también sufrieron bajas, aunque en menor medida.

El orgullo inicial y las noticias entusiastas del gobierno pronto se desvanecieron. La participación de Colombia en Corea quedó relegada en la memoria nacional. Las crecientes dificultades internas, nuevos conflictos y cambios en los grupos políticos restaron importancia a los sacrificios. Para los veteranos, regresar a casa supuso sentimientos encontrados. Habían vivido crudos inviernos y ataques relámpago en tierras lejanas. Algunos consideraban que las habilidades adquiridas se emplearon luego contra grupos insurgentes en Colombia, cambiando el rumbo de la seguridad interna.

La misión colombiana en Corea otorgó a la administración de Gómez resultados tangibles. Aumentó la cooperación militar con Estados Unidos y se introdujeron nuevas armas. Expertos en relaciones exteriores señalaron que esto posicionó a Colombia como uno de los principales aliados latinoamericanos de EE. UU. Los funcionarios estadounidenses agradecieron la muestra de unidad anticomunista, devolviendo el gesto con vínculos militares y económicos más estrechos.

Durante décadas, la participación colombiana en la Guerra de Corea pasó desapercibida. Su rol fue rutinariamente ignorado en los relatos internacionales, eclipsado por naciones con mayores contingentes. Incluso en Colombia, la atención pública se desvió hacia luchas más urgentes: el conflicto con insurgencias y el auge del narcotráfico opacaron los eventos ocurridos en tierras lejanas. Los veteranos del Batallón Colombia y de las fragatas coreanas quedaron contando historias que a menudo eran recibidas con curiosidad o escepticismo.

Sin embargo, este capítulo subraya la complejidad de la era de la Guerra Fría. Colombia contribuyó rápidamente a la defensa de Corea del Sur, aunque con fuerzas limitadas. Fue una relación multifacética: oposición al comunismo, búsqueda de respaldo estadounidense y estrategias para abordar problemas internos. Los soldados y marinos regresaron con formación avanzada. Esto aumentó inadvertidamente la capacidad del Estado para ejercer control interno.

En años recientes, ha resurgido un modesto interés por el papel colombiano en la Guerra de Corea. Historiadores militares y expertos en relaciones internacionales analizan cómo estos eventos cimentaron una alianza de seguridad duradera con Washington. Nuevas generaciones se preguntan cómo una nación tan lejana pudo enredarse en un conflicto en el otro lado del mundo con tan poco reconocimiento por los sacrificios de sus combatientes.

Los propios veteranos son monumentos vivos de esa historia. Historias de ataques nocturnos incesantes, trincheras congeladas o viajes marítimos hacinados siguen resonando en sus voces. Nos recuerdan la promesa hecha hace décadas de defender la democracia—no solo por una obligación internacional, sino para trazar un camino hacia la modernización y lazos bilaterales más sólidos.

La decisión de Colombia de unirse al conflicto recibió menos atención que otros aspectos de la Guerra de Corea. Sin embargo, representó un hito en el desarrollo de su política exterior. Su participación en esos campos lejanos impactó la identidad nacional y el desarrollo de sus fuerzas armadas. Sus sacrificios revelan una faceta de la historia donde ideales, ambición y realismo político convergieron en el Paralelo 38.

Hoy, la Guerra de Corea es un recuerdo lejano para muchos colombianos. Pero el servicio de sus soldados bajo la bandera de la ONU marcó un esfuerzo significativo por lograr reconocimiento y peso internacional. Frente a rebeliones internas, el gobierno valoró los beneficios inmediatos: asistencia estadounidense, armas y programas de formación. La paradoja: el mismo impulso que llevó a Colombia a combatir el comunismo lejano sería luego usado para enfrentar amenazas en casa.

Ya sea vista como una afirmación valiente del valor colombiano o una jugada política pragmática, la historia merece ser reconocida. Más de seis décadas después, sigue siendo un testimonio de cómo incluso las naciones pequeñas pueden influir en el escenario mundial—y cómo, a veces, esos sacrificios se desvanecen en la conciencia colectiva. Los hombres del Batallón Colombia y los marinos en aguas coreanas dejaron huellas en la historia—huellas que no deben ser olvidadas.

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Organizaciones conmemorativas y asociaciones de veteranos en Colombia y Corea del Sur mantienen viva la memoria del conflicto compartido. Han desarrollado un vínculo inesperado, nacido en un periodo difícil de la Guerra Fría, que forjó una amistad entre dos países distantes. El conflicto coreano terminó con un armisticio, no con una victoria clara. Para Colombia, su significado perdura. La historia continúa: una en la que jóvenes colombianos se vieron envueltos en un conflicto global que unió continentes e ideologías. Una historia que demuestra cómo incluso los actores más pequeños pueden dejar una marca en los grandes eventos históricos.

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