La crisis del Catatumbo en Colombia: rebeldes, desplazamientos y un intento de paz frustrado
En la región del Catatumbo, en el norte de Colombia, dos grupos rebeldes rivales libran un conflicto brutal que ha obligado a más de 32.000 personas a abandonar sus hogares. Las recientes represalias del gobierno, la suspensión de las conversaciones de paz y las acusaciones de violencia motivada por el narcotráfico ponen en peligro la ambición de “paz total” del presidente Gustavo Petro.
La oscura batalla por el Catatumbo
La región del Catatumbo se encuentra en la montañosa frontera entre Colombia y Venezuela y sigue siendo un lugar de violencia y conspiraciones políticas. Este remoto territorio ha atraído a múltiples facciones armadas debido a su enorme comercio de cocaína, y estos grupos compiten intensamente por el control de la zona. Sus densos bosques, su deficiente infraestructura y la limitada presencia del Estado crean condiciones propicias para las actividades clandestinas y la competencia brutal. Sin embargo, incluso para los estrictos estándares del Catatumbo, la violencia reciente se destaca por su intensidad. Durante la última semana, al menos 80 personas han muerto en el fuego cruzado entre el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y facciones disidentes de las antiguas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
La crisis se ha intensificado tan rápidamente que 32.000 civiles han huido de sus hogares en busca de seguridad. Muchos de estos refugiados, desde pequeños agricultores hasta familias enteras, han abarrotado escuelas, estadios deportivos o refugios precarios. Algunos se han instalado en el estadio General Santander de Cúcuta, con la esperanza de poder regresar algún día a sus tierras de cultivo sin temor a balas perdidas o asesinatos selectivos. Las autoridades temen que estos sitios organizados a toda prisa tengan dificultades para acomodar al gran volumen de personas desplazadas, lo que plantea una dura prueba humanitaria para las autoridades locales y nacionales.
Aunque el Catatumbo ha experimentado importantes disturbios durante décadas, esta última ola de violencia es particularmente desconcertante porque coincide con el intento de alto perfil del presidente Gustavo Petro de negociar la paz con las facciones armadas en toda Colombia. La promesa de “paz total” de Petro implica negociar ceses del fuego y una eventual desmovilización con cualquier grupo dispuesto a entrar en un proceso de paz. Hasta hace poco, el ELN había sido uno de esos grupos. Pero la intensidad de los enfrentamientos en el Catatumbo, combinada con los presuntos ataques del ELN contra rebeldes desmovilizados y civiles, empujó a Petro a suspender las conversaciones con la facción rebelde. Este golpe amenaza la estabilidad general de la agenda de paz de su administración.
Los residentes describen terror e incertidumbre. Según un defensor del pueblo del gobierno, los combatientes del ELN han ido casa por casa, buscando a presuntos simpatizantes de sus rivales disidentes de las FARC. Casa por casa, los rebeldes supuestamente interrogan o matan a quienes acusan de colaborar con otros grupos armados. Si bien el ELN niega haber atacado a civiles, los relatos de testigos oculares y las declaraciones oficiales del gobierno contradicen esa afirmación. La región está bajo estado de emergencia y las fuerzas de seguridad colombianas han comenzado a desplegar unos 5.000 soldados para tratar de restablecer la calma. No está claro si esa intervención militar puede realmente proteger a los residentes o simplemente alimentar más violencia.
El propio Petro ha admitido que el Estado “no logró” detener la espiral de violencia en el Catatumbo. Admite que su gobierno debe aprender de este fracaso, pero no está claro exactamente cómo. En una entrevista a principios de esta semana, dijo que el ELN estaba pasando de ser una insurgencia revolucionaria a algo más parecido a una “mafia” arraigada en el narcotráfico. Dice que el cambio es ideológico y económico, lo que dificulta las negociaciones.
Los rebeldes rivales y el cargamento de cocaína “perdido”
Los medios de comunicación locales, así como el programa de noticias de investigación Noticias Uno, han vinculado el derramamiento de sangre en el Catatumbo con un cargamento de cocaína “perdido”. Este evento subraya la narcodinámica que alimenta la violencia. Según un informe de inteligencia militar filtrado, un cargamento de varias toneladas de cocaína desapareció en noviembre de 2024, lo que supuestamente enfureció tanto al ELN como a un grupo disidente de las FARC conocido como Frente 33. Estas dos facciones, de las que se rumoreaba que tenían un pacto de no agresión, ahora se culpan mutuamente por la costosa pérdida.
Los detalles más concretos siguen siendo incompletos, pero los periodistas colombianos han señalado que los agentes antinarcóticos en la República Dominicana incautaron 9,5 toneladas de cocaína en diciembre de 2024. Los investigadores dicen que el envío se originó en el Catatumbo, aunque no está claro si se trata del mismo cargamento “perdido” mencionado en los informes de inteligencia. Independientemente de que las drogas incautadas coincidan o no con el envío desaparecido, el momento coincide con el estallido de violencia extrema. La cocaína sigue siendo el principal producto de exportación ilegal de Colombia, y controlar las rutas de suministro a través del Catatumbo es un premio lucrativo. Los expertos dicen que cuando un gran cargamento se extravía, es robado o interceptado, aumentan las tensiones entre los grupos que compiten por territorio y recursos.
La presencia continua tanto del ELN como de las disidencias de las FARC complica la noción de paz en Colombia. Si bien la organización central de las FARC firmó un acuerdo de paz histórico en 2016, otros factores menores. Las disidencias se negaron a desarmarse o a separarse del proceso de desmovilización. Estos “disidentes” todavía llevan el nombre de las FARC, pero operan de manera independiente y se financian a través del narcotráfico, la minería ilegal y otras economías sumergidas. El ELN, por su parte, nunca se unió al acuerdo de paz de 2016. Aunque Petro intentó llevarlos a la mesa de negociaciones mediante conversaciones oficiales, el repunte de la violencia en el Catatumbo revela cómo estos diálogos han fallado.
Hasta la semana pasada, los negociadores del gobierno esperaban que se pudiera persuadir al ELN para que aceptara un cese del fuego más amplio. El presidente Petro suspendió brevemente las negociaciones con el ELN una vez antes, y ahora lo ha vuelto a hacer, citando pruebas de que el grupo rebelde orquestó asesinatos de civiles, excombatientes de las FARC y líderes comunitarios. El liderazgo rebelde niega atacar sistemáticamente a civiles e insiste en que centran su ofensiva en los disidentes de las FARC que se niegan a respetar las fronteras. Sin embargo, los testimonios de los sobrevivientes pintan un panorama más oscuro, describiendo invasiones de viviendas, intimidación y reclutamiento forzado.
Señales de que el esfuerzo de paz ha fracasado se ven en la decisión del fiscal general de volver a emitir órdenes de arresto contra 31 altos comandantes del ELN. En negociaciones anteriores, esas órdenes fueron suspendidas para permitir conversaciones sin temor a una detención inmediata. La oficina del fiscal general ha declarado la eliminación de privilegios a los líderes del ELN y ahora los clasifica como criminales buscados. Una reclasificación repentina ha molestado a los miembros del ELN, que creen que tales acciones muestran la falta de compromiso sincero del gobierno con las conversaciones de paz. Al mismo tiempo, los funcionarios colombianos insisten en que el propio ELN saboteó las conversaciones al cometer atrocidades en el Catatumbo.
Crisis humanitaria: 32.000 personas en movimiento
La última violencia ha llevado a un número récord de personas desplazadas. La Defensora del Pueblo, Iris Marín, informa que 32.000 personas -niños y adultos- abandonaron sus hogares en tan sólo unos días. Esta salida masiva supera los desplazamientos anteriores en la región y marca una enorme crisis humanitaria en Colombia. Los funcionarios locales se apresuraron a crear refugios de emergencia. En Cúcuta, un gran estadio deportivo alberga a miles de refugiados que duermen sobre colchonetas delgadas y tienen poco acceso a alimentos, agua potable o atención médica.
Los campamentos temporales existen en malas condiciones. Las escuelas y los centros deportivos que albergan a estos refugiados se llenan rápidamente, y numerosas familias deben buscar otros lugares seguros. Los grupos de ayuda se enfrentan a dos obstáculos importantes: deben reunir suficientes suministros y proteger sus camiones de reparto de los grupos armados. Varias milicias controlan la mayoría de las carreteras de la zona, y viajar por ellas pone en peligro la vida de las personas.
Las historias revelan un profundo dolor y sufrimiento. Los residentes mayores recuerdan haber vivido décadas de conflicto, pero expresan su conmoción por la brutalidad desatada en las últimas semanas. Los padres hablan de niños aterrorizados por los disparos por la noche, incapaces de dormir. Algunos temen regresar a sus aldeas, sin saber si sus casas siguen intactas o están ocupadas por los rebeldes. Otros afirman que lo dejaron todo atrás (cultivos, ganado, pertenencias personales) y no saben si habrá algo a lo que regresar si la violencia amaina.
El “efecto dominó” del desplazamiento masivo en las zonas circundantes es una preocupación más profunda. Mientras miles de personas huyen, las ciudades cercanas al Catatumbo se esfuerzan por dar cabida a una afluencia repentina de recién llegados. Las escuelas alcanzan su capacidad máxima, además de que los servicios públicos tienen dificultades, mientras surgen conflictos locales debido a los recursos limitados. Las organizaciones de ayuda advierten que el número de refugiados podría aumentar de 32.000 a 50.000 en cuestión de semanas, lo que pondría a prueba los sistemas básicos de emergencia de la zona.
El gobierno colombiano ha reconocido la grave situación al declarar una emergencia. Esta acción les permite acceder rápidamente a fondos, desplegar fuerzas militares y establecer procedimientos de crisis. Pero muchos expertos dicen que la respuesta del gobierno es insuficiente. Incluso el presidente Petro reconoció que las autoridades están luchando por ponerse al día con los acontecimientos que se han intensificado y que escapan a su control. Los observadores dicen que las soluciones efectivas requerirían una presencia militar y políticas sociales sólidas (inversión en infraestructura, educación y creación de empleo) para abordar las desigualdades profundamente arraigadas de la región. Si el gobierno puede equilibrar la ayuda de emergencia con esas estrategias a largo plazo sigue siendo una pregunta abierta.
La “paz total” de Petro al borde del abismo
Gustavo Petro, el primer presidente de izquierda de Colombia, llegó al poder prometiendo lo que él llama “paz total”. Se comprometió a poner fin al conflicto que ha asolado a Colombia durante más de seis décadas y se ha cobrado unas 450.000 vidas. Según su plan, el gobierno negociaría con los innumerables grupos armados del país, ofreciendo marcos para la rendición y la reintegración a la sociedad. El enfoque desató una mezcla de esperanza y duda: esperanza de la gente que quiere que cese el derramamiento de sangre, más dudas de los que siguen escépticos de que el ELN -un grupo muy activo en el tráfico de drogas- deponga las armas.
Los problemas en el Catatumbo ponen de relieve estos problemas. Fuentes de seguridad dicen que mientras se negocia con el gobierno de Petro, el gobierno está tratando de encontrar una solución. En el proceso de paz, el ELN expandió su territorio, consolidó sus filas y construyó su capacidad militar. Si eso es cierto, las conversaciones de paz brindaron una ventana conveniente para que los rebeldes se fortalecieran sin enfrentar la intensidad habitual de la aplicación de la ley por parte del gobierno. Tan pronto como estalló el conflicto con los disidentes de las FARC por un cargamento de cocaína perdido, el ELN estaba listo para librar una campaña de violencia, socavando la premisa de que estaban genuinamente buscando una solución pacífica.
Ahora que Petro ha suspendido las conversaciones con el ELN por segunda vez, su plan de paz parece estar pendiendo de un hilo. Según estimaciones del gobierno, las facciones y pandillas menores que permanecen abiertas a la negociación representan sólo alrededor del 10% de los actores armados totales de Colombia. En otras palabras, las organizaciones guerrilleras más poderosas y profundamente arraigadas, entre ellas el ELN, podrían permanecer fuera de cualquier proceso de paz formal. Sin el ELN a bordo, el sueño del gobierno de una “paz total” suena hueco, un enfoque parcial que deja franjas del país sumidas en la violencia.
Irónicamente, estos acontecimientos reflejan el patrón que se ha seguido en Colombia desde hace mucho tiempo: cada vez que un grupo armado firma una tregua, otra facción se escinde o surge un nuevo caudillo que se apodera de territorio. El acuerdo de paz de 2016 con las FARC fue un logro monumental, pero la desmovilización parcial del grupo abrió espacios para que organizaciones más pequeñas y disidentes residuales de las FARC los explotaran. Esa dinámica se está reproduciendo en el Catatumbo, aunque con mayores riesgos y más en juego en lo que respecta al capital político de Petro.
La retórica del presidente se ha vuelto más aguda. Recientemente calificó al ELN de “mafia” y señaló su transformación de una rebelión ideológica a una red criminal centrada en el lucro que se destaca en el tráfico de cocaína. La etiqueta significa más que palabras: sugiere un cambio en el enfoque del Estado hacia este grupo: de un potencial socio político en la mesa a otra organización criminal que deben desmantelar. Si esta dirección prevalece, las negociaciones podrían abandonarse por completo a favor de una renovada ofensiva militar. Pero históricamente, esta respuesta de “poder duro” ha hecho poco por reducir la violencia en las remotas selvas y montañas de Colombia.
Las organizaciones de la sociedad civil siguen abogando por una solución negociada, advirtiendo que un enfoque puramente militarista intensificaría el sufrimiento de los civiles, alimentaría ciclos de represalias y haría que el conflicto se hundiera más en la clandestinidad. Sostienen que una paz sostenible debe abordar las causas profundas: la pobreza rural, la falta de oportunidades, los incentivos para el cultivo de coca y un vacío de gobernanza en regiones como el Catatumbo. Los despliegues militares pueden proporcionar un amortiguador a corto plazo, pero las soluciones duraderas dependen de superar las brechas económicas y sociales que llevan a los jóvenes a unirse o colaborar con los grupos armados en primer lugar.
Mientras tanto, la población desplazada en el Catatumbo no puede darse el lujo de esperar. Cada día que pasa sin un alto el fuego estable o una asistencia humanitaria sólida es otro día en el que las familias se amontonan en refugios inadecuados y los niños se quedan sin educación. La amenaza de violencia también obstaculiza cualquier intento de distribución de ayuda, ya que los trabajadores humanitarios temen cruzar territorios controlados por diferentes facciones armadas. El final del proceso de paz impide que los líderes locales encuentren una solución estable.
Los próximos pasos del ELN no están claros: no sabemos si darán marcha atrás o continuarán con sus ataques. El grupo siempre ha existido como facciones separadas que a veces ignoran las órdenes de los altos líderes. Algunas secciones prefieren las conversaciones, mientras que otras se mantienen firmes contra las discusiones. Las divisiones internas adicionales podrían complicar las futuras conversaciones de paz. Pero si los rebeldes se dan cuenta de que el combate adicional daña tanto su misión como sus finanzas, podría volver a las negociaciones.
El presidente Petro se enfrenta a una decisión clave. Puede esforzarse más para salvar las conversaciones de paz, buscar ayuda de otros países o establecer reglas estrictas para reiniciar las conversaciones con el ELN. O puede ceder a las demandas políticas de un enfoque más duro, centrándose después en el control militar en las zonas problemáticas e intensificando las operaciones antidrogas. Ninguno de los dos caminos garantiza el éxito. El historial de Colombia muestra que el gobierno debe ser firme en la reducción de la violencia y lo suficientemente flexible como para negociar compromisos significativos.
La incertidumbre se cierne sobre los residentes del Catatumbo independientemente de la estrategia ganadora. La zona representa un modelo a pequeña escala del conflicto más amplio de Colombia: un territorio rico en recursos pero ensombrecido por una delincuencia arraigada y un malestar constante. La promesa del gobierno de enviar 5.000 tropas podría traer estabilidad para que las familias pudieran regresar a sus hogares, pero un cambio real debe solucionar problemas fundamentales. La gente necesita acceso a educación, atención médica y carreteras cercanas a mercados fundamentales para sus productos. Sin esos elementos básicos, cualquier paz dura poco.
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El costo humano sigue aumentando. Las autoridades cuentan las víctimas, pero los informes sugieren que las muertes reales superan las 80 bajas declaradas. Un mayor número de personas podría huir de sus hogares mientras la amenaza de la muerte de los soldados es mayor. Si bien la violencia sigue siendo una realidad, los expertos señalan que esta última emergencia muestra la delgada línea que separa la guerra de la paz en Colombia. El intento del gobierno de convencer a los rebeldes de llegar a un acuerdo podría haber sido la mejor oportunidad para romper ese ciclo. Pero después del reciente colapso en el Catatumbo, la puerta a las negociaciones con el ELN puede estar cerrándose rápidamente, dejando al país ante la posibilidad de otra oportunidad perdida para lograr una paz duradera.