Política

EE. UU. – Colombia: Petro, Trump y la política de alto riesgo del fanfarroneo

Las burlas de Donald Trump y la arrogancia de Gustavo Petro han convertido una alianza vital entre EE. UU. y Colombia en un espectáculo con implicaciones que van mucho más allá de las redes sociales. Mientras vuelan las acusaciones y los buques de guerra patrullan, los colombianos enfrentan una pregunta peligrosa: ¿quién se beneficia realmente cuando el fanfarroneo se convierte en política?

Una guerra de palabras con munición real

Cuando Donald Trump calificó al presidente colombiano, Gustavo Petro, de “líder ilegal del narcotráfico”, los colombianos no necesitaron una clase de historia para sentir el escalofrío. La última vez que Trump lanzó ese tipo de acusación contra un jefe de Estado fue con Nicolás Maduro, de Venezuela, y poco después buques estadounidenses se apostaron frente a las costas venezolanas mientras botes eran destruidos. En el Capitolio, los republicanos ya hablan de conflicto con Caracas como si fuera un punto en el calendario; el senador Lindsey Graham incluso ha reflexionado sobre “futuras operaciones militares potenciales contra Venezuela y Colombia”. La línea entre la retórica y la acción se vuelve más delgada cada semana.

La primera respuesta de Petro apenas transmitió alarma. En una amplia entrevista con Univision, se detuvo más en un desaire social (no ser invitado a la ópera) y reflexionó sobre el machismo más de lo que intentó desactivar una granada diplomática. Luego avanzó hacia la provocación, sugiriendo que David podría vencer a Goliat y diciendo de Trump que si no se iba “por voluntad propia”, debía ser “derrocado”. Como informó The Atlantic, el intercambio dejó atónito al entrevistador, sobre todo porque América Latina está acostumbrada a recibir amenazas de cambio de régimen, no a emitirlas.

Mientras tanto, los ataques estadounidenses a presuntas embarcaciones de drogas han pasado de las costas caribeñas de Venezuela al Pacífico colombiano, sin pruebas públicas de que los objetivos transportaran cocaína. Luego, el Tesoro de Trump incluyó a Petro y a sus asociados en su “lista de nacionales especialmente designados”, un registro que suele incluir terroristas, narcotraficantes y cleptócratas. La acusación es explosiva, la evidencia opaca y las consecuencias inmediatas: protestas frente a la embajada de EE. UU. en Bogotá y una alianza bicentenaria que pasa de la fricción a la fractura.

El teatro de Petro, el guion de Trump

Para los colombianos, la desafiante teatralidad de Petro resulta familiar. Exguerrillero, tiene talento para convertir a sus adversarios en combustible político. “Petro cree en su corazón que puede ser la cara de una coalición internacional anti-Trump”, dijo a The Atlantic el exdiplomático estadounidense John Feeley, señalando el deseo del presidente de dejar un legado que trascienda las reformas internas. El periodista Édgar Quintero fue más directo: “Petro es hábil para encontrar enemigos que lo victimizan. Ahora ha encontrado al más poderoso e importante: el presidente de Estados Unidos”, dijo a The Atlantic. Petro ya había transformado un intento de destitución como alcalde de Bogotá en un trampolín. Parece estar buscando repetir la misma alquimia.

Trump, por su parte, está repitiendo un guion ya conocido: absolutos morales, presión máxima y espectáculo en lugar de estrategia. Funcionarios colombianos dijeron a The Atlantic que los primeros intentos por entablar contacto con figuras clave de EE. UU.—especialmente en el entorno del senador Marco Rubio—no prosperaron a menos que Bogotá trabajara el circuito derechista de Miami. Cuando Petro bloqueó dos vuelos de deportación, la Casa Blanca agitó la amenaza de aranceles, y Petro cedió. La relación nunca se recuperó del todo. Su discurso frente a la ONU, donde instó a los soldados estadounidenses a “desobedecer” a Trump, prácticamente garantizó una represalia. Y llegó.

Ahora, los incentivos en ambos lados apuntan en una sola dirección: la escalada. La posición de Petro en casa puede fortalecerse cuando desafía a Washington. La marca de Trump prospera con enemigos visibles y demostraciones de fuerza en escena. Lo que funciona bien en televisión puede castigar a personas muy lejos del escenario.

Pixabay/geralt

Una alianza al borde y la factura por venir

La transformación moderna de Colombia—frágil, incompleta pero innegable—se ha construido sobre una cooperación pragmática con Washington en materia de seguridad, comercio y migración. Esa estructura se está resquebrajando. Estados Unidos ha descertificado a Colombia como “socio en el control de drogas”, cortando la inteligencia que las fuerzas colombianas han usado durante años para desmantelar laboratorios y extraditar narcotraficantes—operaciones que Petro continuó incluso mientras replanteaba las tácticas de erradicación. Como señala The Atlantic, retirar la ayuda de inteligencia casi con certeza empujará más cocaína hacia el norte de la que hundir un puñado de barcos logrará detener. Los buques de guerra y las “opciones en consideración” no constituyen una estrategia.

Los riesgos económicos son igualmente evidentes. “Muy, muy cercana, íntima”, así describió Bruce Mac Master, presidente de la Asociación Nacional de Empresarios de Colombia, los lazos con EE. UU. en declaraciones a The Atlantic. Estados Unidos compra aproximadamente un tercio de las exportaciones colombianas; los aranceles golpearían como un puñetazo justo cuando el crecimiento se enfría y la deuda aumenta. Mac Master hacía las maletas rumbo a Washington con una delegación empresarial para rogar sensatez, una escena extraordinaria para una relación que, hasta hace poco, funcionaba en piloto automático bipartidista.

La reputación, la moneda más difícil de ganar y la más fácil de perder, también está en juego. Durante tres décadas, los colombianos han trabajado para reemplazar la caricatura de Escobar con los atardeceres de Cartagena y la innovación de Medellín. Y lo habían logrado en gran medida. Ahora ese trabajo está secuestrado por una disputa de gritos. La derecha culpa a Petro por provocar a Trump y coquetear con Maduro; los seguidores de Petro dicen que insultar a un presidente elegido exige solidaridad nacional. De cualquier forma, las imágenes son terribles—y el momento, peor, con la campaña de 2026 ya asomando en el horizonte.

Cómo retroceder del abismo

Esta crisis aún puede terminar en recalibración y no en ruptura. Para eso, cada presidente debe hacer algo contraintuitivo.

Petro debe separar la postura de la política. Puede defender la dignidad de Colombia sin desafiar a Estados Unidos a intentar humillarlo. Puede argumentar—con credibilidad—que la guerra contra las drogas ha fracasado, mientras refuerza la cooperación donde funciona: seguir el dinero, desmantelar las cadenas de suministro, atacar la logística que hace rentable la coca. Puede ser el primer líder colombiano en desafiar la ortodoxia estadounidense sin convertirse en el primero en desperdiciar la alianza que da a Colombia su poder de negociación. Por encima de todo, puede recordar—por conducta, si no por palabras—lo que dijo a The Atlantic: “las negociaciones superan a las cruzadas, y el fanfarroneo es un pobre sustituto del arte de gobernar.”

Trump, mientras tanto, podría redescubrir la diferencia entre presión y castigo. Sancionar al presidente en funciones de Colombia y cortar los flujos de inteligencia parece una muestra de dureza. Pero en realidad es autolesión: más cocaína en las calles estadounidenses, socios debilitados y un coro regional más ruidoso listo para alzarse contra Washington. Si el objetivo es reducir las drogas, restaure el canal de inteligencia. Si el objetivo es hundir menos barcos, trabaje con la marina colombiana, no al margen de ella. Si el objetivo es teatro político, admita que el público más afectado está en Tumaco, Buenaventura y el Bronx, no en Mar-a-Lago.

Dos verdades deberían guiar a ambas capitales: la disuasión sin claridad genera errores de cálculo, y la dignidad importa a ambos lados del ecuador. Los colombianos no aceptarán volver a la era en que Washington trataba a su país como un laboratorio y a sus líderes como subcontratistas. Los estadounidenses merecen una política hemisférica que mire más allá del próximo titular televisivo.

Petro no es un narcotraficante. Colombia no es un narcoestado. La alianza EE. UU.–Colombia no es un accesorio desechable. Cuanto antes ambos líderes traten esas líneas como inviolables, antes podrán los titulares pasar del espectáculo a la sustancia—y más seguras estarán ambas naciones.

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