Treinta horas, tres cumbres: cómo un corredor redefinió el mapa de posibilidades del Perú

En menos de treinta horas sin dormir, Thomas Schilter, de 22 años, enlazó a pie el Chachani, el Misti y el Pichu Pichu, algo inédito en la corona volcánica de Arequipa. Su hazaña, recogida en el documental La trilogía de los volcanes, invita al Perú a repensar la aventura, la infraestructura y la identidad.
Un récord que también es un manifiesto
Está la estadística —más de 90 kilómetros en un solo esfuerzo continuo, 5.500 metros de desnivel acumulado, coronando el Chachani (6.057 m), el Misti (5.822 m) y el Pichu Pichu (5.664 m)— y está el mensaje detrás: las montañas del Perú no son un telón de postal; son un escenario vivo para la ambición.
La travesía en solitario de Schilter, narrada en La trilogía de los volcanes, es tanto una declaración de lo que puede ser la aventura peruana como una marca personal. “Además de contar toda la travesía y el récord logrado, el documental también narra la historia con mi familia y de las montañas del Cusco donde nací y crecí”, contó a EFE. Ese encuadre importa: enraiza el logro en un lugar y en una continuidad, rechazando la lógica desechable de las hazañas hechas solo para acumular clics.
Luego vino la decisión que hace que la hazaña se sienta como un manifiesto: sin camionetas de apoyo, sin autos que adelantaran, sin atajos. De base a base, a pie. “Hubo muchos tramos donde no había ni un sendero ni rastro de que un humano hubiera pasado”, contó a EFE, recordando una jornada que empezó a las 2 p.m., alcanzó la primera cumbre al atardecer, la segunda al amanecer y la tercera al anochecer: treinta horas en movimiento, sin dormir. Enlazar los volcanes a pie no es solo una marca más; es redibujar la línea. Es establecer un estándar que el Perú podría adoptar como propio: ético, de bajo impacto, sin concesiones.
Montañas como aulas, familias como mentores
Lo que queda después de los créditos no es el cronómetro: es la herencia. Schilter creció en Urubamba, en el Valle Sagrado, hijo de un parapentista suizo y una madre francesa. El currículo fue distinto. “Llevo 12 años haciendo deportes de aventura. Empecé a los 10, con retos difíciles incluso para un adulto”, dijo a EFE. Su mentor más admirado es su padre, “uno de los mejores pilotos de parapente del mundo”, cuya vida en los Alpes se transfundió al aire andino. Antes de la trilogía, el joven montañista ya había acumulado más de 60 cumbres, 21 ultramaratones, una nueva ruta en el Siula Grande (6.345 m) con el escalador Luis Crispín y el primer vuelo en parapente tándem desde el Ausangate junto a su padre.
Ese currículum insinúa una verdad mayor: la “academia” de alto rendimiento más eficaz es una cultura que trata los espacios naturales como maestros cotidianos, no como espectáculos lejanos. Cuando la excursión escolar es una arista y un río, cuando las conversaciones de cocina giran en torno al viento y la nieve, la resistencia se convierte en un idioma, no en un pasatiempo. Las escuelas no pueden replicar un legado familiar, pero sí invitarlo: integrando educación de montaña y seguridad básica en los planes de estudio andinos; abriendo instalaciones públicas a programas juveniles de carrera y escalada; financiando clubes municipales de senderismo que hagan del mentorazgo algo común. Si el Perú quiere que la próxima generación de protagonistas andinos sean peruanos, debe acercarlos temprano y con frecuencia a las montañas.
Del espectáculo a la política en la sierra peruana
Celebrar la travesía de Schilter es fácil. Convertirla en valor público es la prueba. Eso significa seguridad, conservación y beneficios compartidos, entregados con la misma claridad que un plan de carrera. El anfiteatro volcánico de Arequipa es frágil y concurrido a la vez. La popularidad desordenada erosiona senderos, presiona fuentes de agua y margina a las comunidades que han cuidado esas laderas desde hace generaciones.
La ética autosuficiente de Schilter apunta a un modelo: favorecer los recorridos a pie, limitar el acceso motorizado donde el impacto es mayor y reconocer a atletas y cineastas que dejan la huella más ligera. Pero la política debe alcanzarlo. Los gobiernos regionales pueden publicar avisos simples y bilingües de rutas para Chachani, Misti y Pichu Picchu; capacitar y financiar equipos voluntarios de rescate en alianza con asociaciones de guías; y crear una ventanilla única de permisos que incluya a autoridades comunales e indígenas. No son pasos costosos, son de coordinación. Vincular cada permiso a una pequeña tasa de conservación para mantenimiento de senderos y gestión de residuos. Acompañar cada proyección de La trilogía de los volcanes con acción: una jornada de limpieza antes, un taller de seguridad después y el compromiso de pagar salarios justos a porteadores locales cuando haya producciones.
Luego está el libro de cuentas del clima. La criosfera andina se reduce, y con ella la estabilidad de las rutas, la previsibilidad de tormentas y la confiabilidad del agua. La línea de Schilter se dibujó sobre un paisaje en transformación. Una política de montaña digna de los Andes debe tratar los glaciares como infraestructura, no como paisaje, y financiar monitoreo, alertas tempranas y adaptación para las comunidades altoandinas que viven con esos riesgos.

Más allá de Machu Picchu, una marca nacional en espera de altura
Schilter dice que podría ir más rápido —“creo que se puede hacer aún más rápido… estoy más fuerte, conozco la ruta”, dijo a EFE—, pero su ambición mayor supera el cronómetro: “que todo el mundo sepa lo que tenemos en el país… no solo Machu Picchu, la buena comida y las culturas, sino la belleza natural que tenemos”. Y tiene razón. La historia global del Perú sigue dominada por una ciudadela, por magnífica que sea. Hay más de treinta picos peruanos de más de 6.000 metros. Que la gira internacional de la trilogía —y, espera, una plataforma de streaming— sea un faro para una marca de naturaleza peruana más amplia, con los volcanes de Arequipa como puertas de entrada antes de aprender a decir Huantsán, Yerupajá, Coropuna.
Pero la marca sin justicia es extracción. Si el Perú promociona su altura, los peruanos —principalmente comunidades indígenas y rurales— deben tener participación real en el valor generado. Eso significa repartir ingresos de permisos de filmación, contratar de manera justa para la logística, dar crédito por los topónimos y saberes indígenas, y avanzar hacia coautorías que conviertan a los locales de extras en productores. Mostrar atletas locales junto a las estrellas visitantes. Acompañar el glamour de las tomas de cumbre con el trabajo paciente de pronóstico de avalanchas, mantenimiento de refugios y retiro de basura. La línea más radical es a veces la que permanece abierta para el próximo viajero.
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La travesía de Schilter es, finalmente, una invitación. Ha mostrado lo que un peruano decidido puede hacer en un día y una noche. Ahora el país debe decidir qué hará en una década. ¿Seguirá el Perú proyectando a sus montañas como actores secundarios en un guion conocido, o invertirá en un futuro donde los Andes definan no solo el horizonte, sino la estrategia —más saludable, más segura, más justa, inconfundiblemente peruana? La ruta está trazada. El reloj ya corre.