Los acuerdos encubiertos de Cuba protegen el suministro de combustible eludiendo las restricciones de EE. UU.

En medio de apagones prolongados y reservas menguantes, el presidente de Cuba ha confesado un pacto clandestino de petróleo con Venezuela. La “fórmula” encubierta esquiva las sanciones estadounidenses—una prueba de hasta dónde está dispuesta a adentrarse La Habana en las sombras para mantener encendida una sola bombilla.
Las sombras detrás del flujo petrolero
La confesión se deslizó como un fósforo a medio encender. En su pódcast semanal Desde la presidencia, el presidente Miguel Díaz-Canel—voz baja, casi conspirativa—confirmó lo que los brazos grúa del puerto de La Habana ya sugerían desde hacía meses: los petroleros venezolanos aún se deslizan bajo el amparo de la noche. A su lado, el ministro de Energía y Minas, Vicente de la O Levy, asentía mientras explicaba que el embargo de Washington estrangula cada transferencia, cada pago, cada sueño sin plomo, pero que “una fórmula” mantiene el diésel fluyendo hacia los sedientos generadores de Cuba. Ninguno de los dos dio más detalles. No hacía falta.
Los veteranos del muelle recuerdan los años de bonanza, cuando el crudo de Hugo Chávez iluminaba las calles de Pinar del Río a Baracoa. Ahora, con Caracas paralizada por sus propias sanciones y su producción en caída libre, Cuba mueve el petróleo como si fuera joyas de contrabando: buques con banderas falsas, silencios radiales en mitad del trayecto, papeleo canalizado a través de empresas fantasma en Medio Oriente. Rastreadores marítimos muestran barcos desapareciendo del radar cerca de Curazao y reapareciendo veinticuatro horas después, acercándose a Matanzas como si el propio Caribe doblara el tiempo para ayudarlos.
Los académicos llaman a esto “geometría de evasión de sanciones”: rutas en zigzag, registros en la sombra y pagos canalizados a través de bancos tan remotos que un atlas no los encuentra en la primera vuelta. La geometría es más simple para los cubanos de a pie—sin diésel, no hay luz. Como bromea un electricista estatal en Camagüey: “Nuestra álgebra es velas menos fósforos.” El salvavidas clandestino evita la oscuridad total, pero su secretismo subraya lo precario de la supervivencia.
Apagones, culpas y la política de sobrevivir
El presidente culpa a “la perversidad del bloqueo.” Recita cifras—millones perdidos por cada banco que se niega a transferir fondos y cientos de horas de capacidad de generación perdidas cada semana porque los repuestos no pueden cruzar fronteras. El embargo es muy real; incluso críticos del gobierno cubano reconocen, aunque a regañadientes, su impacto. Sin embargo, en las noches húmedas, cuando la red colapsa y los refrigeradores exhalan su último aliento fresco, las familias maldicen no solo a Washington, sino también a las vetustas chimeneas de La Habana y a sus tuberías corroídas.
Las plantas térmicas de Cuba datan de la era soviética, reliquias colosales que queman crudo nacional de alto azufre y diésel importado en turbinas marcadas por décadas sin mantenimientos profundos. Los ingenieros canibalizan una unidad para resucitar otra, pero cada arreglo acelera una nueva avería. A nivel nacional, los apagones ahora duran doce, dieciséis y hasta veinte horas. En Sancti Spíritus, los vecinos programan alarmas para despertarse a las 2 de la madrugada—el único respiro de energía cuando las bombas suben agua a los tanques de los techos. En Santiago, las madres cocinan el arroz de tres días de una vez, por si mañana la hornilla no calienta.
Los leales al gobierno presentan la crisis como una prueba de resistencia: somos resistentes, somos luz. Pero el lema se apaga ante la incomodidad cotidiana. En redes sociales—antes desestimadas como ruido contrarrevolucionario—etiquetas como #PonLaCorriente reúnen miles de publicaciones: selfis iluminadas con tocones de vela, videos de niños estudiando bajo linternas de celular, audios de generadores improvisados tosiendo fuera de clínicas pequeñas. Incluso la prensa estatal desliza cada vez más reconocimientos de las “dificultades”, emparejando titulares triunfalistas con letras pequeñas sobre “interrupciones programadas”.
Aun así, la narrativa del embargo sigue siendo indispensable. Genera simpatía en el exterior, moviliza a la base interna y encubre errores tras la figura de un villano externo. Cuando Díaz-Canel insiste en que cualquier detalle sobre la fórmula petrolera “le daría la brújula al enemigo,” los partidarios aplauden el secretismo como un deber patriótico. Los detractores suspiran; llevan oyendo ese estribillo hace sesenta años.
Un salvavidas frágil y un futuro sin luz
¿Cuánto tiempo más podrán navegar esas flotillas secretas? La producción venezolana ronda mínimos históricos, y cada maniobra para eludir sanciones corre el riesgo de ser incautada por tribunales extranjeros o interceptada por patrullas estadounidenses. Economistas energéticos advierten que una sola carga confiscada podría desbaratar toda la cadena de suministro; los aseguradores podrían retirarse, las tripulaciones rechazar contratos y los intermediarios subir tarifas más allá de lo que Cuba puede pagar con sus menguadas reservas de divisas.
Incluso si el crudo sigue llegando, la red eléctrica de Cuba necesita más que “barriles curita.” Consultoras internacionales estiman que se requieren entre 8 y 10 mil millones de dólares para renovar plantas, expandir energías renovables y modernizar las líneas de transmisión—sumas impensables mientras el turismo languidece y las exportaciones de azúcar cojean. El crédito chino, que antes financió relucientes torres hoteleras en el Malecón, hoy se ve eclipsado por las propias burbujas inmobiliarias de Pekín; la respuesta es un silencio cortés. Los inversionistas privados exigen transparencia y garantías de ganancia—dos conceptos aún ajenos al ADN centralizado de Cuba.
Así que la isla improvisa. Brotan granjas solares en Guantánamo; torres eólicas giran sobre Las Tunas; ingenieros prueban microredes en aldeas aisladas. Pero estos proyectos necesitan tiempo—y energía base estable—para florecer. Una semana nublada puede dejar sin luz a una provincia entera si no hay diésel confiable de respaldo. Por eso importa la fórmula susurrada desde Caracas: compra tiempo, un cargamento clandestino a la vez.
Pero el tiempo es un arma de doble filo. Cada apagón erosiona la paciencia; cada apaño enseña tanto ingenio como dependencia. Los herederos de la revolución juran que nunca se rendirán, que las dificultades forjan disciplina y que las generaciones futuras brindarán a la salud de sus abuelos bajo bombillas LED alimentadas por el sol. Tal vez. Por ahora, las noches habaneras titilan a medias: un cartel de neón parpadea sobre un bar turístico mientras la cuadra contigua se hunde en una oscuridad color alquitrán. Las radios de transistores viejos crepitan con baladas sobre la esperanza que persiste. Vendedores ambulantes sirven helado derretido como batido antes de que se eche a perder. En los apartamentos, las familias se agrupan en torno a una sola lámpara de batería, contando chistes para ahogar el silencio de los ventiladores parados.
Lea Tambien: La saga del robo de combustible en México cuesta miles de millones mientras las autoridades intensifican su ofensiva
En algún lugar del mar, un petrolero apaga sus motores y se deja llevar a la deriva, esperando que otro barco se le acerque, con mangueras serpenteando entre cascos bajo la luz de la luna—el petróleo cambia de nombre, de bandera y de destino en el tiempo que dura un apretón de manos secreto a medianoche. En tierra firme, los cubanos encienden fósforos, susurran oraciones y escuchan el leve zumbido de turbinas que podrían—o no—volver antes del amanecer.